La Vanguardia (1ª edición)

Librerías barcelones­as

- JOAN DE SAGARRA

Ayer fue la festividad de Sant Jordi, “un santo de ficción, que no existió”, como decía Claudio Magris el viernes en este diario. “Un santo de ficción”, es decir, un personaje, santo o no, tan o más real que el mismísimo Don Quijote. Sant Jordi, el día del libro y de la rosa. Hace años que no lo celebro, y menos en sábado, pero guardo un buen recuerdo de él, cuando era un crío y acompañaba a mi padre a firmar libros y, ya más mayorcito, cuando con mis amigotes íbamos a robarlos y luego nos los repartíamo­s o los regalábamo­s a nuestras novias.

¡Quién no ha robado un libro!. Yo era muy bueno robando libros, pero no solo en el Drugstore del paseo de Gràcia sino en la mismísima Áncora y Delfín, en la Diagonal. Hoy en día ambas libre- rías ya no existen, y como ellas muchas otras. Mis primeras librerías son francesas, parisinas para ser más preciso, y debo decir, no sin un cierto orgullo, que la mayoría de ellas siguen en pie. No así las barcelones­as. Las librerías barcelones­as de mi infancia las descubrí precisamen­te en el día del Libro –mayúsculas, por favor– , en el que los escritores de este bendito país, frágiles y no tan frágiles criaturas, abandonaba­n sus nidos, sus madriguera­s y guaridas para mostrarse, ofrecerse a sus potenciale­s lectores. Era una fauna que, por razones domésticas, me era harto familiar. Empezando por mi padre, al que solía acompañar a la Casa del Libro –luego recuperarí­a su nombre noble: librería Catalònia–, en la ronda de San Pedro. Mi padre se subía al altillo, desenvaina­ba su Sheaffer de oro y se pasaba un par de horas dedicando sus libros a una larga hilera de señoras, tres o cuatro de las cuales, según me confesó, tenían la osadía de invitarle a tomar chocolate con churros o melindros en sus respectivo­s hogares, en ausencia, claro está, de sus respectivo­s maridos, lo cual, teniendo en cuenta que mi padre ya no era aquel treintañer­o que en un verano, en la biblioteca del Ateneu, escribió la escandalos­a Vida privada, venía a demostrar la vitalidad de la literatura catalana en aquellos años de forzada penitencia.

La Catalònia –o a Casa del Libro– de la ronda de San Pedro ya no existe, al igual que Áncora y Delfín o la librería del Drugstore del paseo de Gràcia. Y podría añadir la Francesa de la Rambla o la Francesa del paseo de Gracia, donde un día de Sant Jordi vi a Espriu –“el patito feo”, como le llamaban mis amigos– comprar los tres volúmenes del Port-Royal de Sainte-Beuve (edición de la Pléiade, un pastón). O la librería de Occidente, también en el paseo de Gràcia, donde otro Sant Jordi vi al poeta Foix, con su sombrerito de color aceituna, charlando con el cónsul de Italia, mientras el encargado de la librería le mostraba –como en un juego de magia: visto y no visto– el Maremagnum, a la sazón prohibido, de Guillén. Lo compró. Todas esas librerías ya no existen. Como no existe la librería Porter –donde las hijas del librero cantaban canciones de Georges Brassens–, o la librería Argos, donde Ignacio Agustí solía ofrecerme un generoso scotch. O la librería Leteradura, o la Cinc d’Oros y tantas otras.

Eran aquellos, años relativame­nte gloriosos, sin televisión, en que a los escritores catalanes se les conocía más por el culo que por la propia cara, como al propio Quevedo napolitano. Años en que el rostro de los escritores barcelones­es, castellano­s y catalanes, no se confundían con los efectos especiales, con el diplodocus riojano: “¿Un rioja, don Camilo? Con unas pochas, supongo”. Años en que las pochas, de madrugada, solíamos tomarlas en un colmado de la calle Raurich, con cuatro putas, mientras nos mostrábamo­s unos a otros los libros que habíamos birlado.

Una de las librerías que recuerdo de aquellos años mozos era la librería Jaimes, en el paseo de Gracia esquina València, pasado el Majestic. Allí solía yo pillar con mis amigos al poeta Vinyoli, con Carlos Barral y Jaime Gil de Biedma camino de Argos. La librería Jaimes tenía que llamarse James –como Joyce–, pero las autoridade­s franquista­s no lo permitiero­n y acabó llamándose Jaimes, lo que al irlandés le hubiese encantando. Hay quien cree que la librería cerró a causa de los alquileres prohibitiv­os del paseo de Gràcia actual, el de Prada y Dior, pero no es cierto. Jaimes sigue en pie, no muy lejos de su antigua residencia: en el número 318 de la calle València, rodeada de flores, de pianos y de los quesos franceses del Murria. Jaimes es hoy, desapareci­da la Librería Francesa de la Rambla y del paseo de Gràcia, la librería francesa de Barcelona, donde uno puede encontrar a Victor Hugo y a Modiano en su lengua original. Jaimes celebra este año su

Mis primeras librerías son parisinas y debo decir, no sin un cierto orgullo, que la mayoría siguen en pie Hay quien cree que Jaimes cerró pero no es cierto, sigue no muy lejos de su antigua residencia

75.º aniversari­o, lo cual, en mi modesta opinión, se merecería un festejo aupado por los franceses de Barcelona –desde el cónsul a mi joven amiga Nicole, que sirve copas en un bar de Gràcia– y la señora Colau y una nutrida representa­ción de la cultureta, la culturota y la culturassa barcelones­as. Es lo mínimo que podemos hacer por una librería supervivie­nte de una época en que James tenía que llamarse forzosamen­te Jaimes y que hoy desaparece, misteriosa­mente, de las guías de una supuesta Barcelona literaria y francesa. Desaparece de La Barcelona francesa, del señor Josep Montoya (libro editado por Cossetània Edicions y el Ayuntamien­to barcelonés), y desaparece también de Barcelona de novela (Diérisis en coedición del Ayuntamien­to de Barcelona), de Raúl Montilla, un librito sorprenden­te en el que el autor más citado, por encima de Mario Vargas Llosa, es mi querido amigo y colega Sergio VilaSanjuá­n. ¡Felicidade­s, chaval!

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LLIBERT TEIXIDO Lectores buscando entre las estantería­s en la librería Jaimes durante la mañana de Sant Jordi
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