Plácido y el día del libreto
La Rambla ennegrece súbitamente cuando un pequeño séquito del personal del Liceu se acerca a la esquina con Nou de la Rambla a esperar a Plácido Domingo, el Simon Boccanegra de hoy. El tenor canta en el día del libro, que también podría serlo del libreto, si alguien se decidiera a defender el valor literario de determinadas óperas. ¿Plácido, acaso? La pregunta es pertinente, pero el divo llega con retraso y no se anda con chiquitas. El partido del Real Madrid, su equipo, ha acabado a su hora, pero el trayecto posterior desde el Hotel Mandarin hasta esa Rambla tomada por miles de libreúntes ha sido una odisea.
“¡Plácido!, ¿nos permite una foto?”, le piden un par de fans nada más apearse del coche.
“Tendrá que ser mientras caminamos”, dice con media sonrisa. Se ha levantado aire y caen cuatro amenazadoras gotas, así que... al grano. El par de fans son de los raros: aseguran que no pueden permitirse pisar el Liceu –“este mes hay que ir a Bruce Springsteen”– aunque en realidad coleccionan selfies con famosos. A Plácido le llevan esperando desde las cinco. “No habíamos caído en que quería ver al Real Madrid”, dice uno de ellos. ¿Acaso son también merengues? “¿Yo? Mira qué llevo”. Barras blaugrana asoman tímidamente debajo de su cazadora antes de que la cremallera vuelva a ajustarse. Tapa tapa. El Sant Jordi de Plácido está siendo más futbolero que libresco. Ni siquiera hospedándose en pleno Paseo de Gracia ha tenido el tenor el placer de echar el ojo a un par de stands. Es día de función y lo suyo es descansar, no meterse en líos.
Aún así, maestro, ¿cuál sería su obra literaria de todos los tiempos?
“El Quijote, sin duda”, comenta despachando a los fans que le ofrecen docenas de rosas en la puerta de artistas.
Pero, ¿se lo ha leído? “Por supuesto, aunque hace ya mucho tiempo...”
La literatura de ficción ha dejado de ser lo suyo. ¿De dónde saca- ría el tiempo? Desde que ha cambiado de cuerda y hace óperas nuevas como barítono se le acumula la lectura de ensayos. Quiere saberlo todo sobre el compositor y los tiempos políticos y sociales que le tocó vivir. Y luego está el libreto,
Plácido, “il più grande”, le saluda un colega en camerinos. Y se dan dos etéreos besos a lo El padrino, aunque sin tocarse.
¿Y por qué iba a leer el hombre otra ficción que la de los rocambolescos libretos que le toca interpretar? Como este Verdi de estética romántica que suma los talentos de
¿Su obra de literatura universal? “‘El Quijote’, sin duda”, dice el tenor despachando a los fans que le ofrecen rosas
Piave y Boito, mejorando la obra homónima de García Gutiérrez.
¡Qué Quijote ni qué Quijote! El héroe total es Plácido.
Llega impaciente al camerino y se enfunda en una espectacular bata azul que forma parte del vestuario. Arriba y abajo anda el tenor vocalizando. Sale al pasillo en busca de Massimo Zaneti... “Maestro, dónde está el maestro”. En realidad no quiere nada. Sólo entrar en situación, relajarse. Da dos besos a la soprano, guiña un ojo a los colegas. Se siente en su elemento.
Y lo logra. Justo antes de salir a escena, como Boccanegra de joven –gran combinación de media peluca y flequillo teñido que él mismo ha sugerido–, Plácido pide entre bambalinas al de vestuario: “Dame un caramelito”. Carraspea, lo parte por la mitad y se toma sólo medio mientras dirige con la mano la obertura que ya suena. Es uno más entre el numeroso coro, pero una vez sale a escena, su dramatismo le hace único: no tarda ni dos segundos en caer de rodillas en el dúo con Albani. Y cuando le toca morir escoge desplomarse a la brava sobre su lado izquierdo. Cualquier día se nos mata. O se muere de la emoción con ese público tan entregado. El Liceu se hunde y él casi llora frente al 50 de chocolate que le han traído. Aniversario con libreto.