La llave de la violencia
‘El rey tuerto’ juega con la resbaladiza dialéctica del poder y la autoridad moral
El director Marc Creuet aterriza en el Festival de Cine de Málaga con El rey tuerto, donde reflexiona sobre los mecanismos de control de la violencia en nuestra sociedad.
El Estado moderno posee el monopolio legal del ejercicio de la violencia. El rey tuerto ,de Marc Crehuet y adaptación de su obra de teatro homónima –que narra el encuentro casual entre un mosso d’esquadra (Alain Hernández) y un antisistema al que ha reventado un ojo (Miki Esparbé)–, derramó sobre la sección oficial a concurso del festival de Málaga toda suerte de incertidumbres incómodas sobre el pronunciamiento jurídico que encabeza estas líneas y que se estudia en las universidades como pilar del derecho occidental. Con la excepción de Estados Unidos, donde el uso de la violencia armada está generosamente democratizado –no precisamente para bien–. Este monopolio legal, cuya responsabilidad y aplicación se dirime estos días en los tribunales por el caso real de Esther Quintana, que perdió un ojo por un pelotazo de goma en el paseo de Gràcia, funciona como abstracción de forma cristalina, pero se vuelve turbio en la praxis, al ejecutar la acción violenta ciudadanos uniformados que, cuando la legitimidad institucional emite crujidos audibles, se ven convertidos en celosos protectores de intereses de terceros, a menudo contrarios a los suyos en tanto individuos y clase social.
Si el primer tramo de la película de Crehuet remite a Un dios salvaje (la película de Polanski y la obra de Yasmina Reza) no es sólo por la coincidencia formal de elementos –dos matrimonios en un salón y una sorda violencia latente–, sino por la sutileza con la que planea la paradoja de clases: el verdugo –David (Hernández), que disparó el pelotazo de goma a sabiendas y con intención de agredir– es de extracción humilde, mientras su víctima –Ignasi (Esparbé), desafiante antagonista de los poderes fácticos– es un niño bien, un acomodado hípster empapado del sufrir de otros. A pesar de que sus parejas, Lidia (Betsy Túrnez) y Sandra (Ruth Llopis) eran amigas de adolescentes, hoy las separa el abismo que se abre entre los extremos superior e inferior de la clase media. Esa distinta condición social de víctimas y verdugos se manifiesta en su relación con la ética, la cultura, la solidaridad, la tolerancia, el conocimiento y el dinero, y, a la postre, en distintas y agresivas formas de detentar, no sólo el poder legítimo, sino la autoridad moral, una modalidad sutil de sometimiento, como describiera el filósofo Pascal Bruckner. El laberinto en el que Crehuet observa a sus atribulados ratones funciona como una máquina infernal en la que quien ostenta superioridad legal (a pesar de ser el perdedor social de la crisis económica y política) deposita en su víctima (cuya cultura le permite el control del relato político y moral) una soberanía que subvierte incluso el natural orden de poder y dominación, para volver cautivo al captor y guardián al reo.
Algunas rigideces formales derivadas de su origen teatral, e incluso un ominoso y naif pronunciamiento de relativismo moral –“Al final, lo único que queremos todos es ser felices”, dice uno de los personajes– que amenaza con humedecer tanta pólvora como introduce Crehuet en su farsa, no logran empañar una función que es probable que el sábado recoja algún premio a su generoso empeño por incomodar e incomodarse.
La película plantea un caso idéntico al de Esther Quintana, que estos días se dirime los juzgados