La Vanguardia (1ª edición)

Un quinto y tres pullas al Rey

- Joaquín Luna

Los bares son el Parlamento low cost de nuestro país. Los clientes se toman un quinto y en lugar de pedir calamares a la romana sin olor a fritanga, toman como rehenes a los demás clientes y les endilgan algún discurso encaminado a regenerar la vía pública, la vida pública o las obras públicas.

En los bares abunda la figura del antimonárq­uico, un ciudadano convencido de que si España se dotase de una República –Popular, Federal o bananera, da igual– sería un país más moderno, sin bares ni tabernas, sin suegras ni cuñados, sin paro ni bancos. –¡Yo no he votado al Rey! Hay un republican­o del siglo XXI que se apasiona con la democracia de proximidad y a poco que pudiera acabaría con el ocio aburguesad­o. Y en lugar de que la gente se vaya a la costa los viernes les pondría a votar cada domingo, hoy sobre la forma de Estado, mañana sobre la reforma del fuera de juego posicional y pasado para elegir al mejor presidente de comunidad de vecinos de Barcelona a fin de dedicarle una placa:

–Aquí vive el puñetero Jaume Recolons.

“Aquí vive el puñetero Jaume Recolons; volvió locos a sus vecinos con las 312 asambleas que convocó”

Volvió locos a sus vecinos con las 312 asambleas que convocó durante su mandato de 18 meses.

El republican­o de quinto y pullas al Rey es hombre de acción y a la espera de que algún día los españoles puedan elegir entre don José María Aznar o don Felipe González para la presidenci­a de la III República –porque uno de los dos terminaría siendo el elegido y no el doctor Baselga o el escritor Sánchez Ferlosio–, se conforma con proclamar que la monarquía cuesta un riñón. Aunque el Quirinal le salga a Italia a 228 millones de euros anuales y la Casa Real se pula 7,86 millones en el mismo plazo, nuestro hombre insiste en ahorrar, con la ilusión de destinar más euros a maratones de barrio, resucitar el Fòrum o imponer el ya votado tranvía de la Diagonal.

Mientras, en la Casa Gran, el gobierno estudia retirarle el nombre de una plaza a Juan Carlos I, acaso por mujeriego, Borbón, estadista o por emplear el catalán antes de que El Tato tomase la alternativ­a. Al fin y al cabo fue cómplice de los JJ.OO., motor del turismo que azota Barcelona y engaña con empleos a gente cuya ilusión es innovar, ejercer de físicos nucleares o disponer de más tiempo para las asambleas de su comunidad de vecinos.

Yo soy muy gandul y no tocaría algo que funciona, no sea que los antimonárq­uicos noruegos, suecos, holandeses, británicos, belgas o japoneses vengan en grupo a hacerse fotos en la confluenci­a de Diagonal con paseo de Gràcia y proclamen en sus idiomas: –¡Aquí empezó todo! El mundo diría que Barcelona es una ciudad con mar y muy desagradec­ida y estudiaría nuestras técnicas pioneras de revisionis­mo histórico, ya aplicadas con gran éxito –y derroche– durante el añorado tricentena­rio, que tanto alegró a parados, desahuciad­os y niños sin becas de comedor escolar.

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