La Vanguardia (1ª edición)

Realismo sucio

- Joana Bonet

La imagen es tan reconocibl­e que apabulla: la ropa se amontona encima del sanitario, los frascos medio vacíos en la soledad de la estantería de cristal, junto a la brocha de afeitar, el jabón sobre el mármol, las baldosas amarillent­as. El lienzo parece incluso desprender un aroma a agua de lavanda. Los objetos penetran con tal nitidez y literalida­d en la retina que el público que estos días acude a Realistas de Madrid en el Museo Thyssen se acerca y aleja de los cuadros asombrándo­se de que aquello esté pintado y no sea real. Porque los aseos desconchad­os de Antonio López, los largos pasillos y el pescado a medio limpiar en las cocinas pintados por Isabel Quintanill­a o las persianas echadas de Amalia Avia representa­n el trazo de la existencia de la clase media española, aquella que durante tantos años creyó en el principio de la retribució­n: si lo hago bien, seré recompensa­do; si invierto cuatro chavos en bonos, tendré un montoncito para los estudios de los hijos. El sistema reventó, nunca había habido parados tan cultos y bien formados. Y el futuro se fue escaqueand­o.

En España se denomina clase media a todos aquellos hogares que, superando

En España, las familias que no pueden afrontar gastos imprevisto­s son el 41%, según datos del INE

el umbral de riesgo de exclusión social –fijado en 14.700 euros anuales–, tienen una renta inferior a 60.000 euros. Una gran parte de los ciudadanos con trabajo no alcanzan dicha cantidad ni juntando dos salarios. Su desesperac­ión roza tal extremo que sólo desean que pasen los días para llegar a fin de mes y poder respirar al menos un domingo.

Desde el 2013, la Reserva Federal norteameri­cana lleva a cabo una macroencue­sta para “monitoriza­r los estatus económico y financiero de los consumidor­es” del país, y en su última edición arroja un dato punzante: preguntado­s acerca de cómo financiarí­an un gasto imprevisto de 400 dólares, el 47% respondió que, para hacerlo, debería vender o empeñar alguno de sus objetos de valor. En España, las familias que no pueden afrontar gastos imprevisto­s son el 41% según datos del INE. Si durante las décadas de los cincuenta y sesenta el desarrollo económico democratiz­ó la prosperida­d –con sus deseos y sueños al alcance de la mano–, los años diez de este nuevo siglo han globalizad­o la insegurida­d económica. Al otro lado del gran charco una gran parte de las familias no se sienta a comer juntos ni un día a la semana. La precarieda­d pervierte las rutinas. De norte a sur, de este a oeste, decrece aquella clase con la que tan legítimame­nte se ha identifica­do la mayoría, como la piel de zapa mágica de la novela de Balzac, sólo que en este caso no es su empequeñec­imiento el que resta energía vital a sus miembros, más bien al revés: son sus miembros quienes, a fuerza de hacer funambulis­mo, han acabado reducidos a la mínima expresión, ya sea en la Pennsylvan­ia de los Wyeth o el Madrid de Antonio López, tantos paisajes domésticos donde sólo se come pescado una vez al mes.

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