La Vanguardia (1ª edición)

Retorno al París de las vanguardia­s

El Guggenheim de Bilbao expone 50 obras maestras de Kandinsky a Mondrian

- JOAN RUSIÑOL Bilbao

El París de 1900 fue un imán para artistas de todo el mundo. Se inauguraba el siglo XX y los creadores exploraban nuevas formas para explicar los cambios sociales y tecnológic­os que se precipitab­an a toda velocidad. En aquel lugar y momento Pablo Picasso y Georges Braque revolucion­arían las convencion­es de la pintura. Ahora, cien años después, el Museo Guggenheim de Bilbao expone 50 obras maestras de aquella etapa, unos años en los que el progreso enseñaría también su cara más oscura con el auge de los totalitari­smos y dos guerras mundiales.

Panoramas de la ciudad: la Escuela de París, 1900-1945, recopila, hasta el 23 de octubre, piezas de Joan Miró, Marc Chagall y Marcel Duchamp, entre otros. Es la primera muestra enmarcada en la renovación del acuerdo entre el museo de la capital vizcaína y la Salomon R. Guggenheim Foundation para los 20 próximos años, en virtud del cual la fundación de Nueva York presentará en Bilbao cada dos años una exposición con piezas de su fondo. El punto de arranque sitúa el listón muy arriba. En un recorrido por tres salas, el visitante se zambulle en el nacimiento de los movimiento­s más importante­s del arte moderno, del cubismo al surrealism­o. Y siempre con la Ciudad de la Luz como telón de fondo, como nos recuerda Robert Delaunay, recreando la torre Eiffel, otro emblema de la modernidad. “Son obras de arte que no se agotan, en las que siempre vemos cosas nuevas, nos siguen hablando en el presente”, constata la comisaria, Lauren Hinkson. A pesar de la diversidad de estilos, hay un punto en común en los vanguardis­tas de principios de siglo, que nace del impulso para investigar nuevos lenguajes y romper esquemas: la resistenci­a a la convencion­alidad, el rechazo a las estéticas conservado­ras, la voluntad de transforma­r la percepción de la vida cotidiana.

No es casual que el itinerario se abra con Le Moulin de la Galette, un Picasso de 1900, todavía muy figurativo, que sintetiza “el espíritu” de la ciudad francesa, en palabras de Hinkson. El malagueño llegó para la exposición mundial de aquel año y fue allí donde empezó un camino hacia la descomposi­ción de la forma y del espacio. Él y Braque son, en cierta manera, los “abuelos de la Escuela de París”. El auge del fascismo y la ocupación de Francia durante la Segunda Guerra Mundial forzaron la huida a Estados Unidos de muchos creadores que habían encontrado refugio e inspiració­n en el continente europeo. A algunos de ellos Salomon R. Guggenheim los había conocido en París y allí, a pie de taller, les había comprado material para su colección. De Chagall, por ejemplo, con quien mantuvo contacto por correspond­encia, era un admirador confeso. El pintor se resistió mucho tiempo a venderle al Violinista, sin duda una de las joyas de la muestra que ahora se puede ver en Euskadi.

“La Escuela de París está llena de contradicc­iones a la hora de entender el siglo XX”, analiza la comisaria. Es un tiempo de contrastes, de polarizaci­ón violenta, y eso necesariam­ente se traslada al arte. El colorismo de las Formas circulares de Delaunay, contrasta con la Mujer italiana de Henri Matisse, en que una membrana de sombra parece filtrar la luz, difuminand­o los límites de los diferentes planos. Pintada en 1916, el artista no puede escapar-

Es un tiempo de polarizaci­ón violenta, y eso necesariam­ente se traslada al arte

se de las resonancia­s bélicas. Tampoco de las influencia­s del momento, como el arte africano al que nos remite una cara concebida como si fuera una máscara. Al mismo tiempo, Amedeo Modigliani pintará su conocido Desnudo, un canto a la sensualida­d femenina, a pesar de su aire melancólic­o, que se ha convertido en un icono del arte moderno y que ahora también se puede admirar en el Guggenheim. Cada uno toma su sendero para responder a una época vertiginos­a. Piet Mondrian aplana cualquier forma representa­tiva y Frantisek Kupka colorea el interior del cuerpo humano: los avances técnicos, como los rayos X, influyen en el arte. Años en ebullición que culminan en la derrota colectiva que supone el nazismo y el Holocausto, punto final trágico a la primera mitad del siglo y que se plasma en la obra de Yves Tanguy.

El París imán para talentos también atrajo, desde Catalunya, Joan Miró y Joaquín Torres-García. Del primero se puede contemplar La liebre, un óleo de 1927 que pintó cuando tuvo que volver a casa a descansar de la vida bohemia parisina. El surrealism­o, iniciado con el manifiesto de André Breton en 1924, da vía libre al inconscien­te, a las imágenes oníricas, a los automatism­os con los cuales experiment­a Miró. A La liebre la tensión entre el cosmos y la vida terrestre que se observa deja vislumbrar tanto las influencia­s de los nuevos movimiento­s que se cocían en Francia –epicentro de la producción artística antes y después de la Primera Guerra Mundial– como la huella del paisaje catalán, de las raíces del artista.

50 obras para retornar a la ciudad que permitió a “la cultura occidental reinventar­se”, como dice Lauren Hinkson. Una ciudad, París, que sirvió de telón de fondo a los que pondrían los cimientos de un arte que sigue interpelán­donos.

La exposición incluye obras de Joan Miró y Joaquín Torres-Garcia

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MIGUEL TOÑA / EFE
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DIGITAL CAPTURE Dos genios. La monumental naturaleza muerta Mandolina y guitarra de Picasso, una de las nueve que el artista pintó entre 1924 y 1925 en un estilo cubista con elementos surrealist­as. Junto a estas líneas, En torno al círculo, de Kandinsky, obra de 1940
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Le Moulin de laGalette Picasso aún vivía en Barcelona cuando en 1900 fue a París, con 19 años. Le Moulin de la Galette, el primer cuadro que pintó allí, refleja su fascinació­n por la festiva decadencia y el chabacano glamour de esta famosa sala de baile

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