Mil maneras de maldecir a Neymar
La arbitrariedad de los barcelonistas a la hora de justificar o condenar los excesos de sus figuras sigue una lógica abstrusa y fascinante. En las últimas semanas Neymar ha vivido una de esas fases de baja forma que en realidad deberían denominarse de forma inexistente. Lento, desorientado, camorrista, teatral, impreciso, inoportuno, el jugador ha dado muchas razones objetivas para ser sustituido pero se ha beneficiado de un criterio de impunidad que, si se sigue aplicando a las grandes estrellas con la alegría de las dos últimas temporadas, acabará perjudicando al club. A otro jugador, el Camp Nou lo habría sentenciado y, por la vía rápida, le habría aplicado la Doctrina Lopetegui. Pero en vez de eso la misma cultura de animación que considera conveniente hacer la ola en un partido tan futbolísticamente frágil como el del pasado sábado, decidió aplacar una minoritaria pitada crítica con un cántico de apoyo que evitó el enquistamiento de la polémica.
Esta expresión parcial de la colectividad también se puede manifestar a título individual. Conozco a pocos culés que no me hayan dicho, desde hace meses, que “Neymar nunca se esconde”. Debemos interpretar que no esconderse equivale a no practicar la holgazanería y a que, cuando tienes la pelota, intentes hacer con ella algo remotamente útil. Pero la realidad es cruel: contra el Sporting, Messi le hizo tres pases sublimes que Neymar fue incapaz de gestionar con el talento que le conocemos. Sin embargo, justo cuando te dispones a recriminarle su lentitud, su exceso de estrés o su empanada mental, justo cuando lamentas que celebre un penalti tirado con la mala uva del niño que lesionó a la vaca ciega de Maragall, entonces siempre aparece un culé caritativo que, antes de que puedas abrir la boca, te la cierra con un irrefutable “Neymar nunca se esconde”.
En eso también hemos evolucionado y me niego a creer que la causa sea sólo la intimidación patrocinada que ha rodeado al jugador desde que llegó. Neymar ha sido –y es– un buen jugador que en algunos partidos nos ha deslumbrado con un talento pirotécnico que tenía la extraña virtud de propulsarlo más hacia una consagración futura que hacia la evidencia del presente. Los privilegios de figura insustituible de Neymar sumados a la patológica impermeabilidad informativa del club le han perjudicado y han fomentado el ejercicio de la maledicencia recreativa. Para justificar estas semanas de rendimiento alarmante, la situación nos ha invitado a sumergirnos en el repertorio de calumnias atribuidas a los brasileños, así, a granel, y a utilizarlas con la creencia que probablemente acertaremos. Que las anécdotas sobre una hipotética mala vida de Neymar sean verdad o mentira es irrelevante. Ya hace tiempo que la historia del Barça estableció las reglas del juego en esta materia. Si el jugador rinde, ya puede ser un discípulo del Marqués de Sade o la reencarnación del mismísimo Richie Finestra que nadie le reprochará nada. Ahora bien: si empieza a hacer el ridículo y, volviendo de la famosa fiesta de aniversario de su hermana, tramitada por la vía de la autogestión magnánima de las tarjetas, deambula por el filo del tridente como un paria con resaca, le acusarán de todo –verdad o mentira, hecho objetivo o filtración inducida– lo que pueda perjudicarlo y que, en el mejor de los casos, pueda hacerle reaccionar.
Para dar credibilidad a un diagnóstico
Hemos tenido muchos más brasileños disciplinados que virtuosos de la bacanal insomne
tan especulativo, el acusador deberá referirse al carácter de los brasileños, que la historia del Barça desmiente. Hemos tenido muchos más brasileños disciplinados y de vida flácida que virtuosos de la bacanal insomne. Pero ya se sabe que, por puro morbo, la historia prefiere las colas de vaca de bragueta, hotel y voley playa de Romário o la sarandonga existencial carioca de los timbales de Ronaldinho que las homilías puritanas del insufrible Edmilson. Conclusión: querido Neymar, a muchos culés nos importa un bledo si aspiras a ser un picha brava de récord Guiness, el mecenas de un grupo de amigos hiperactivos y con tendencia a llevar las gorras al revés, el adicto a la adrenalina de la publicidad o el colmo de la lubricación entendida como una de las Bellas Artes. Pero, por favor: cuando estés en el campo, a ver si espabilas un poco, chato, que se nos acaba el tiempo y el Barça te necesita.