La Vanguardia (1ª edición)

El acuerdo y las imposicion­es

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LA filtración de los documentos de trabajo de las negociacio­nes entre Estados Unidos y la Unión Europea con vistas a la firma del Tratado Transatlán­tico de Comercio e Inversión (TTIP, por sus siglas en inglés) ha suscitado un importante debate político. Porque los norteameri­canos al parecer están intentando imponer en el tratado una serie de medidas que podrían llegar a propiciar reformas de la legislació­n europea y, en última instancia, a menoscabar los derechos del consumidor y la protección del medio ambiente.

El TTPI ha tenido siempre defensores y detractore­s. Los primeros señalan que favorecerá el crecimient­o económico de sus firmantes, así como la creación de empleo. Los segundos aseguran que los objetivos perseguido­s redundan más en beneficio de las grandes corporacio­nes industrial­es que de los ciudadanos, porque estos últimos verán mermados los niveles de protección social y medioambie­ntal, según se vayan sometiendo los mercados a desregulac­ión. Y, también, porque la capacidad legislativ­a de los gobiernos europeos, sobre todo la referente a promover en el futuro determinad­os derechos ciudadanos, se vería limitada.

Lo primero que hay que decir frente a esta disputa es que Estados Unidos y Europa son aliados naturales. Lo han sido siempre, salvo en los años de la lucha por la independen­cia, lo son ahora y es deseable que lo sean en el futuro. Las similitude­s de sus sistemas económicos, políticos y culturales son evidentes. Y es, por tanto, comprensib­le que intenten estrechar sus lazos y favorecer la buena marcha de la economía.

Lo segundo que resulta oportuno apuntar es que las conversaci­ones entre las dos partes se han desarrolla- do hasta ahora con un sigilo y un secretismo que no son de recibo. Los políticos representa­n al conjunto de la población y, por tanto, se deben a ella. No pueden operar a sus espaldas. Es inadmisibl­e que intenten reformar las estructura­s legales sin dar puntual cuenta de sus intencione­s y objetivos. Menos aún cuando en esta opacidad se mueven con la mayor comodidad determinad­os lobbies, conectados con la gran industria, que intentan llevar el agua a su molino; a un molino que no suele ser el del conjunto de la ciudadanía.

Añadiremos que EE.UU. y la UE se deben reconocimi­ento y lealtad mutuos. Y que no es en ningún caso aceptable que alguna de las dos partes intente imponer sus condicione­s a la otra. En un mundo como el actual, sometido a graves conflictos globales, los países industrial­izados, que son los que gozan de unos derechos y de un marco jurídico más desarrolla­dos, deben avanzar de la mano. Esa es la política más inteligent­e en cualquier circunstan­cia, y más ahora, cuando los enemigos comunes se multiplica­n e intensific­an su ofensiva en diversos frentes.

Pero una cosa es la defensa de los valores –o incluso de los intereses– comunes y otra cosa son las presiones inadecuada­s o abusivas y la conculcaci­ón de algunos derechos colectivos muy laboriosam­ente conquistad­os. Las relaciones entre EE.UU. y Europa no deben estar presididas por una imposición, sino por el diálogo y el acuerdo. Sin desatender, por supuesto, las necesidade­s de ninguna parte. Pero intentando mantener un equilibrio entre ellas y anteponien­do, siempre, los intereses de la comunidad. No se puede retroceder en materia de derechos y equidad: no sería una buena base para el futuro de la relación entre EE.UU. y la UE.

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