A fuego lento
Las negociaciones que llevaron a la investidura imprevista de Carles Puigdemont y las que no llevaron a nadie a la presidencia del gobierno de España han favorecido la proliferación de columnas sobre el peso del factor humano en las conversaciones que buscan llegar a acuerdos políticos. Que el perfil psicológico de los líderes tiene un peso importante en estos asuntos es un hecho incuestionable que, a lo largo del tiempo, ha servido como materia para la creación de una literatura extensa y de calidad desigual. Uno de los episodios históricos que han dado más juego para este género literario ha sido la Conferencia de Paz de París en que se perpetró el tratado de Versalles (1919). Stefan Zweig le dedicó el último capítulo de Momentos estelares de la humanidad (El Acantilado). Y John Maynard Keynes, que como funcionario del Tesoro formaba parte de la delegación inglesa, se ocupó de él en Las consecuencias económicas de la paz (Crítica).
Zweig tituló su capítulo Wilson fracasa. El escrito se centra en la figura del presidente estadounidense Woodrow Wilson, a quien el escritor, con el estilo fulgurante y efectista que le caracteriza, presenta “como un nuevo Moisés” que desembarca en Europa para “llevar las tablas de una nueva alianza a los pueblos descarriados”. Para Zweig, Wilson es un hombre solo contra todos y contra todo, un idealista obstinado y sincero que no quiere representar egoístamente los intereses de EE.UU. y para quien la paz, la libertad y la autodeterminación de los pueblos no son palabras vacías. El Wilson de Zweig es la encarnación de la “nueva política”, el hombre que tiene en sus manos el destino del mundo y aspira a sustituir el viejo orden basado en el poder por otro basado en la justicia. Un hombre que, en el momento decisivo, debilitado por la enfermedad y la soledad, sucumbe a la presión y hace unas concesiones a la “vieja política” que resultarán lamentables.
El estilo de Keynes está a las antípodas del de Zweig. Keynes no retrata Wilson con flash. Lo cocina a fuego lento. El Wilson de Keynes es un idealista sin ideas, un político con prestigio moral pero sin un plan concreto que va a remolque de las propuestas francesas o británicas. Alguien con el poder real, porque sus aliados dependen de los alimentos y los recursos financieros de EE.UU., pero sin inteligencia para usarlo. No es un héroe caído o un profeta, sino un hombre con temperamento de teólogo y más bien estúpido. Y es como tal que transige, tragándose con patatas los sofismas hipócritas con que, como con una salsa, se revistieron las condiciones abusivas del tratado de Versalles para que él, que era un hombre de principios, pudiera engañarse creyendo que no traicionaba sus principios. Los analistas tienden a atribuir una racionalidad a menudo irreal a los comportamientos políticos. El perfil que Keynes traza de Wilson tiene la virtud de subrayar que en política la estupidez puede ser decisiva. Y su libro aún nos recuerda que querer disimular la carne podrida de la vieja política con la salsa de la nueva puede resultar indigesto.
El Wilson de Keynes nos recuerda que en política la estupidez puede ser decisiva