La Vanguardia (1ª edición)

Vida encerrada en los libros

- Jordi Llavina

Los libros también son estuches, y, como tales, pueden contener fruslerías de nuestro pasado o del de anteriores propietari­os. Si usted padece el honorable vicio de frecuentar las librerías anticuaria­s, sabe bien a qué me estoy refiriendo.

Hubo una época, que hoy se me antoja demasiado remota, en que, siendo yo un adolescent­e, recibía cada año, en dinero rigurosame­nte negro, un billete de cien pesetas (el de Falla) por mi cumpleaños. Para tener ese dinero a buen recaudo no se me ocurrió nada mejor que guardarlo celosament­e en el libro Don de la ebriedad, de Claudio Rodríguez. Durante algún tiempo, el libro me sirvió no tanto de alcancía cuanto de billetero doméstico.

Por desgracia hace ya muchos años que esos versos prodigioso­s no se acuestan –ni se manchan– con billete alguno. Nunca suscribí la idea de aplastar flores en los libros. Pero he comprado mucho en librerías de lance, y allí te encuentras de todo. Seguro que la flor fosilizada y apenas sin color que se me apareció en un poemario de Edward Thomas perteneció a alguien muy enamorado. O, todo lo contrario, acaso es la herencia –que no merezco– de un corazón malherido, de un alma maltrecha. Lo que nunca sabré es si la colocación en la página de dicha flor fue o no casual. La sorprendí ensombreci­endo con su silueta los primeros versos del poema The Cherry Trees, que en la versión de Gabriel Insausti suenan así: “Los cerezos se inclinan y esparcen, generosos, / sobre el viejo camino por el que van los muertos, / sus pétalos”.

En ocasiones, olvidé –es un decir– una carta o postal, una desvaída polaroid, en algún libro. Podría ser, por ejemplo, uno de aquellos volúmenes de campanuda poesía textualist­a de principios de los ochenta de Edicions del Mall. No suelo volver a ellos. Pero alguna vez lo hice, y lo agradecí de veras: la auténtica poesía estaba en la candidez de las palabras de la amiga que desapareci­ó para siempre o en el instante capturado por la cámara, hoy casi un hálito fantasmal.

Pienso en todo ello porque hace poco, al preparar una clase sobre Carner, abrí mi ejemplar de Les bonhomies y saltó de él una tarjeta de visita de un conocido mío de Igualada, Josep Miserachs. Falleció hace casi un año. Recuerdo bien cuándo me dio la tarjeta y me habló de su enfermedad, que estaba seguro de derrotar. Los libros, en efecto, encierran mucha vida.

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