Concurso de pesca en la Escullera
La convocación de un concurso de pesca en el puerto de Barcelona era ya un clásico. La competición que evoca esta imagen se celebró el 5 de agosto de 1934. Una mañana dominada por un temible sol de justicia.
He aquí una concursante. Tengo para mí que más bien parece competir para el título de mis Caña. Y es que el atuendo aparece impecable: un sombrerito más propio de un marino de la Navy, que luce y no protege del sol ni tampoco de la calor. Va de punta en blanco, impecable. Y no faltan los calcetines, también blancos, a tono con las sandalias.
Todo parece indicar que obtuvo una pesca considerable, a tenor de lo mostrado en un or- den impecable. Y se le añade el detalle del ejemplar que exhibe sostenido entre manos, no le fuera a resbalar por una mala sujeción.
Me ha sido dado contem- plar también un ramillete de imágenes que captaban el ambiente que reinaba en aquella ocasión noticiosa en la Escullera. Aparecía atestada de concursantes y por supuesto de mirones. No se si horas an- tes habían lanzado toda suerte de cebos a la mar con el fin de atraer peces y hasta algún banco, pues ya es sabido que no se distinguió el lugar por favorecer buenas capturas en cantidad ni tampoco en dimensión.
En cualquier caso, en aquella época lo más relevante era concederse una mañana alejada del mundanal ruido, pero también de la ciudad espesa y municipal. Importa recordar que en aquel entonces Barcelona vivía de espaldas a la mar, y que el sector poco generoso que ofrecía entrar en contacto con las olas eran playas de explotación comercial privada.
De ahí que un simple concurso de pesca, sin duda más atractivo para los aficionados que para los verdaderos profesionales, se viera distinguido con tanta aceptación popular.
Las imágenes que captaron aquella mañana los fotoperiodistas por encargo de la dirección de sus respectivos diarios eran fidedignas, por supuesto. He de confesar, con todo, que en estas ocasiones se me antoja mucho más evocador los dibujos cargados de ironía que desgranaba el lápiz del admirado Opisso.
Aquel dibujante no inventaba, aunque lograba recrear un ambiente intenso a base de una verdadera masa de personajes que aportaban cada uno de ellos las características que perfilaban el acontecimiento en cuestión. El regocijante conjunto aparecía tradicionalmente repleto de detalles.
Esta escapada de la ciudad y encarada hacia la búsqueda de la mar, su brisa y el aire puro se mantuvo vigente incluso después de la guerra, y por espacio de no pocos años. Aquel cortometraje de los años sesenta que realizó Joan Gabriel Tharrats, Un viernes santo, pese a su ficción reflejaba con intencionalidad descarada la realidad aún vigente.
En una Barcelona que daba la espalda al mar, aquellas propuestas eran muy bien recibidas