Con el debido respeto
Llàtzer Moix analiza la temeridad política: “Las cosas pueden hacerse sin. Sin miedo, pongamos por caso. O sin imposiciones. O sin vulnerar las reglas del juego. Pero también pueden hacerse con. Con ecuanimidad, sin ir más lejos. O con razones indiscutibles y vocación de acuerdo. O con los apoyos democráticos suficientes. Porque los órdenes democráticamente constituidos no se subvierten prescindiendo del miedo, sino respetando –en toda circunstancia, y no sólo cuando conviene a una parte– las normas de la convivencia”.
Sin miedo: este parece ser el mot d’ordre en la actual escena política catalana. La CUP llama a desobedecer “sin miedo” las sentencias del Tribunal Constitucional (TC) contra acuerdos de las instituciones catalanas. Un diario digital alineado con el procés invita a las celebridades locales a explicar por qué no tienen miedo. La presidenta del Parlament declaró en su día que llegaría “adonde fuera” porque no tenía miedo. Incluso la monja Forcades publicó un libro de conversaciones para especificar por qué desconoce el miedo, etcétera. Negar el miedo, proclamar su irrelevancia e identificar su ausencia con la presunta excelencia de la propia causa política son actitudes a la orden del día. El mundo soberanista se moviliza una y otra vez contra el llamado “discurso del miedo”. Se trata de un fenómeno tan enquistado que dan ganas de ponerlo en cuestión. No sin miedo. Pero sí con unas modestas reflexiones. Aquí van.
Es difícil hallar argumentos favorables al miedo. La relación de grandes hombres que lo denostaron es larga. Quizás la frase que mejor sintetiza la inanidad del miedo es la atribuida al presidente Roosevelt: “No hay nada que temer, salvo el propio miedo”... De la misma manera que cuesta dar con argumentos favorables al miedo, es difícil hallar argumentos contrarios al valor, que se da por hecho que es lo contrario del miedo. No es de extrañar. ¿Quién quiere relacionarse con miedicas, pusilánimes o cobardes? ¿Quién quiere amistar con personas que se asustan, se achantan o se arrugan al recibir la primera andanada? ¿Qué padre o que madre educarían a sus hijos en la escuela del miedo?
Dicho esto añadiremos que enfrentarse a la vida sin miedo, siendo conducta plausible, no ofrece garantías absolutas, ni siquiera parciales, de éxito. Es, a lo sumo, una premisa. Por supuesto, la divisa “sin miedo” es de gran utilidad para enardecer a los jóvenes más impulsivos o a quienes ya tienen poco o nada que perder. Pero nadie medianamente experimentado o sensato pondrá en duda las virtudes de la prudencia, por más que muchos, interesadamente, confundan la prudencia con el miedo, aún a sabiendas de que no son lo mismo. Como no son lo mismo el valor y la temeridad, pese a que también abundan los que parecen dispuestos a mezclar una cosa con otra.
Casi me atrevería a decir que algunos de los miedos que nos son presentados como tales, quizás sin serlo, pueden llegar a resultar pertinentes. Una cosa es tener miedo
El mesianismo, el dirigismo o las imposiciones sí deberían darnos miedo, vengan de donde vengan
al autoritarismo y el anquilosamiento del poder central establecido. O a las corrientes que disponen en Catalunya de fuerza política, capacidad legislativa y control de los medios de comunicación públicos, y no dudan en hacer un uso obscenamente partidista de los mismos. En ambos casos el miedo –o al menos la prevención– estarían justificados. Y otra cosa distinta es tener miedo a equivocarse. O tener miedo a hacer el ridículo. O tener miedo a ser injusto. O tener miedo a que una minoría acabe dictando sus políticas a la mayoría. A mí, estos últimos no me parecen miedos gratuitos y en cierta medida, por el contrario, me parecen pertinentes. El miedo, nos dice el refrán, guarda la viñedo.
Sin miedo. Esta expresión en boga consta de sólo dos palabras. La preposición sin, que indica carencia. Y el sustantivo miedo, que denomina el estado de quienes afrontan un peligro que puede ocasionarles molestias o padecimientos, y son conscientes de ello… Las cosas pueden hacerse sin. Sin miedo, pongamos por caso. O sin imposiciones. O sin vulnerar las reglas del juego. Pero también pueden hacerse con. Con ecuanimidad, sin ir más lejos. O con razones indiscutibles y vocación de acuerdo. O con los apoyos democráticos suficientes. Porque los órdenes democráticamente constituidos no se subvierten prescindiendo del miedo, sino respetando –en toda circunstancia, y no sólo cuando conviene a una parte– las normas de la convivencia. Las transformaciones consensuadas no son muy discutibles ni dan miedo. Las unilaterales, sí. Por mucho condimento “sin miedo” que las sazone. La idoneidad de una idea no viene dada por la falta de miedo de la que alardean sus defensores. El valor importa y puede ser de gran ayuda en la vida. Pero no deberíamos ensalzarlo por encima del propósito perseguido ni de los métodos empleados para alcanzarlo. El valor es instrumental. El propósito es esencial y debería ser respaldado por la gran mayoría. Y el método para convertirlo en realidad debería ser irreprochable. Masivo, si se da la circunstancia. Pero libre de cualquier tentación mesiánica, dirigista o deseosa de imponer ya mismo, aún careciendo de las mayorías requeridas para ello, determinadas decisiones. Porque el mesianismo, el dirigismo o las imposiciones sí deberían darnos miedo a todos. Vengan de donde vengan y se envuelvan en la bandera en que se envuelvan.