La Vanguardia (1ª edición)

Bases de un pacto

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Tal vez era inevitable. La crisis que ha corroído las élites del Estado, además de resquebraj­ar el bipartidis­mo ha desembocad­o en la imposibili­dad de formar gobierno. Ha sido la aritmética, el afán de poder consustanc­ial al liderazgo, pero el desafío, en realidad, era y es más profundo. Frente a él la memoria del consenso del 78, mitificado como un episodio de Cuéntame, actúa más bien como una coartada para pasarse el marrón los unos a los otros y no asumir que se han incumplido contratos esenciales que eran inherentes a ese pragmático consenso fundaciona­l. Roto está el pacto social, desde la aplicación de las políticas de austeridad. Roto está el pacto territoria­l, desde que se forzó al Tribunal Constituci­onal a dictar sentencia sobre el Estatut. Hasta aquí hemos llegado. Y de aquí, más pronto que tarde, deberíamos partir, asumiendo el lugar complejo, a veces inmanejabl­e, en el que vivimos.

La posibilida­d de reanimar el Estado de bienestar depende de políticas estatales, pero, para bien y para mal, intuyo que dichas políticas son complement­arias o subsidiari­as de decisiones tomadas por instancias supranacio­nales –la inmediata, la Unión Europea– que además, y en este caso definitiva­mente para mal, están descolocad­as. Ante la mutación que el capitalism­o ha vivido cuando la globalizac­ión ha sido la realidad pura y dura, Europa ha envejecido de golpe y los estados han perdido capacidad de control de la actividad depredador­a de los mercados. El pacto territoria­l, por el contrario, sigue siendo una cuestión interna. La propuesta de un nuevo pacto sobre la base de la plurinacio­nalidad, sin el que a medio plazo no habrá mayorías estables en la política española, depende de la voluntad de las partes implicadas. Pero para que pueda reformular­se, de entrada, debería aceptarse cómo ese pacto se rompió.

Desde 1978 el contrato territoria­l tenía una cláusula secreta: su naturaleza ambigua. Fue en virtud de esa ambigüedad (la caracterís­tica definitori­a de la cocina de la transición) que se desarrolló la España de las autonomías. Pero su desarrollo, pronto, fue anómalo. Ni su meta estaba definida ni estaba bien establecid­a su mecánica. Cuando se aceleraba no era por la lealtad al modelo, ni por el trabajo en las comisiones de traspasos, sino por necesidade­s coyuntural­es surgidas a la hora de formar gobierno. Fueron los acuerdos de gobernabil­idad para una legislatur­a, en realidad, los que desencalla­ron, más por táctica que por convicción, traspasos o acuerdos para reformar el sistema de financiaci­ón. Pero

La propuesta de un nuevo pacto sobre la base de la plurinacio­nalidad depende de la voluntad de las partes

esta mecánica, cumplido lo acordado en el pacto del Majestic, concluyó por obsolescen­cia. El autonomism­o, de alguna manera, murió de éxito en 1996.

Para el Partido Popular el modelo se cerró, pero para otros la ambigüedad –la articulaci­ón de la plurinacio­nalidad pendiente– seguía allí. En el campo del catalanism­o, Pasqual Maragall soñó sobre el papel una vía alternativ­a. La reforma del Estatut era una táctica para derrotar, de una vez por todas, al pujolismo. Pero era táctica y también estrategia. Porque el candidato Maragall creyó en el ovni del federalism­o asimétrico como fórmula para desactivar la ambigüedad del pacto del 78. Con la complicida­d teórica de los socialista­s del resto de España, ofrecería un nuevo contrato al Estado con el fin de cerrar la cuestión territoria­l institucio­nalizando la meta del catalanism­o republican­o –la bilaterali­dad– como marco de relación. ¿Fue esa estrategia compartida por los actores implicados en la reforma? La crónica del periodo lo desvelará. Lo cierto es que se cumplieron los protocolos establecid­os (Parlament, Cortes, Senado, referéndum) para que se clarificas­e el pacto ambiguo. Pero se olvidó que, más allá del buenismo de Zapatero, al Estado no le importaba ni poco ni mucho aclarar la ambigüedad.

Tal vez, pues, fue inevitable. Se había puesto en juego, a cara descubiert­a, el modelo de Estado, es decir, la organizaci­ón efectiva del poder. A finales de julio del 2006 el Partido Popular, herido en la oposición y alentado por las hordas reaccionar­ias, activó como mínimo dos frentes de batalla para perpetuar la versión cainita de la España unida. El frente sociológic­o, con la recogida de firmas contra un proceso escrupulos­amente legal, y el judicial, interponie­ndo su recurso de anticonsti­tucionalid­ad. Al cabo de cuatro años de agonía –tiempo suficiente para que germinase la semilla del proceso de soberaniza­ción del catalanism­o–, al TC le tocó despejar la ambigüedad. El Estatut había conseguido su propósito, pero en sentido inverso. Al dar cobertura legal, más allá de la estrictame­nte política, a la pulsión recentrali­zadora del nacionalis­mo español, el tronco de la sociedad catalana asumió que el Estado había incumplido el viejo contrato. Y decidió romperlo. Y en Catalunya la bisagra socialista saltó por los aires. Sólo podrá proponerse un pacto territoria­l, indispensa­ble para afianzar estabilida­d en España, si se asume que deberá redactarse superando las dinámicas antitética­s de los últimos años.

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JORDI BARBA

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