La Vanguardia (1ª edición)

Papelofagi­a

- Pilar Rahola

Siempre imaginé que ser un articulist­a debía ser una profesión de riesgo. De entrada, es bastante fácil encontrars­e con los propios damnificad­os en cualquier evento social, especialme­nte en este pequeño –y no siempre limpio– pañuelo catalán, y aunque seamos gentes muy polites, no faltan ganas de hacer volar canapés por los aires. Suerte que somos una nación pequeñobur­guesa, dotada del blindaje de la educación, aunque sea vestida de su sinónimo más eficaz, el disimulo.

Pero incluso con nuestro disfraz de amigos para siempre, hay días en que el sufrido articulist­a nota el frío aliento de la fiera en la nuca, y en esas ocasiones de riesgo, buena cara, sonrisa de dientes y piernas largas. No hay nada como un mutis para resolver un mal encuentro. Al fin y al cabo, rajar sobre cualquier tema hiriente acostumbra a traer antipática­s consecuenc­ias. Y cuando se llevan muchas columnas en la mochila, el ejército de amigos crece exponencia­lmente.

La cosa es especialme­nte chunga cuando el damnificad­o es un político en activo y decide perpetrar un asalto frontal al columnista que el día antes se acordó de su figura. En esos momentos, en que una está con el platito del queso en la mano, asaltada en una

No es vegetarian­o por suerte, pues imaginen cómo debe ser un taco de tofu aliñado con ‘La Vanguardia’

esquina de la honorable sala, mientras el líder del partido equis, al que le has dedicado una somanta de comentario­s, intenta demostrar su belleza interior y la verdad de su mensaje, en momentos así una se pregunta por qué no se hizo monja. Me dirán que por lo de la capacidad de influencia, el lujo de liderar la opinión pública y bla, bla, pero maldita la gracia que hace la cosa cuando son las diez de la noche, acabas de volver de arreglar el mundo en la tele, con ganas de zapatillas y peli de chico guapo con revólver, y hay que hacer horas extras escuchando lo que realmente quiso decir el político ilustrado cuando dijo otra cosa que no dijo pero que pareció que decía. Y aún hay algo peor, cuando deciden que lo mejor para entenderle es que te invite a comer. Huyan ustedes, queridos articulist­as, de comidas con políticos damnificad­os, so pena de caer en un trance que les dejará la libido –la erótico festiva y la intelectua­l– hecha trizas.

Sin embargo, por lo que leemos por otros andurriale­s, hay cosas peores como lo que le ha ocurrido a Dana Milbank, sufrido articulist­a de The Washington Post que prometió que se comería su columna en papel de periódico si Trump ganaba la nominación. Y como el divino Trump ha sabido trampear a los enemigos, ahí tenemos a Milbank zampándose cebiche, chilaquile­s y tacos de cordero con letras del Post y su tinta correspond­iente. Suerte que el buen hombre no es vegetarian­o como servidora, porque no imagino cómo debe sentar un taco de tofu con La Vanguardia. Pero lo cierto es que gracias a Dana Milbank ahora ya sabemos por qué el buen periodismo es indigesto. Lo que no sabíamos es que lo era en el propio estómago.

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