La laicidad nos acerca
Me entristece mucho leer u oír expresiones de menosprecio, o comentarios que ridiculizan a personas que hacen de su vida una entrega desinteresada a los demás, que luchan con generosidad para que no haya desigualdades y que están regalando su tiempo y bienes personales o familiares para que se beneficien otros. Sería bueno reconocer que en el campo de la laicidad hay muy buena semilla sembrada y descubrir, en este reconocimiento, que también el hecho religioso tiene una parte importante que decir y mucho trabajo que hacer, siempre en beneficio de todos, incluso de aquellos y aquellas que no profesan la religión o la ignoran. La laicidad aceptada como vehículo donde cabemos todos nos da la maravillosa oportunidad de hacernos el bien sin límite. Por eso, el valor de la laicidad nos abre todos los caminos de integración de las personas y nos permite profundizar en la sabiduría de las ideas, también de los proyectos seculares y de las creencias.
Este es el terreno que se nos pide que cultivemos en este momento en que todo el mundo desea un ambiente renovado por una política coherente; por una economía de comunión; por una sensibilidad social que ayude a mirar con amor de misericordia allí donde la miseria y la desgracia desfigura las personas; por unas comunidades de vecinos que viven la proximidad de ayudarse en lo más cotidiano; por una Iglesia repartida en pequeñas células que crean vínculos de fraternidad y comunican vida porque contagian un estilo evangélico que no hace diferencias y cualquiera puede ser receptivo y comunicador; por unos grupos humanos situados en medio del campo o de las grandes ciudades que velan por una convivencia en paz y saben hacer fructificar todas las capacidades y recursos humanos en bien de todos; por unos partidos que reconocen que son “parte” de un todo y que saben ofrecer lo que son para un mayor enriquecimiento humano, social y cultural que abre caminos para avanzar juntos. En eso estamos, apoyándonos unos en otros y procurándonos gestos de ayuda mutua que avalen la sinceridad y la alegría de pertenecer a un pueblo que se enorgullece de serlo.
La laicidad bien entendida y vivida, ciertamente, nos acerca. El laicismo, en cambio, nos separa, nos enfrenta, nos divide y nos dispersa. ¡Necesitamos acercarnos, comunicarnos, mirarnos a los ojos, tendernos las manos, abrazarnos
La laicidad bien entendida y vivida nos acerca; en cambio el laicismo nos separa, enfrenta, divide y dispersa
por tantos y tantos motivos que tenemos! De no hacerlo, renunciaríamos a ser pueblo y, quizás también, a ser personas dignas de humanidad. La historia no se borra en dos días, como tampoco la vida de una persona puede romper tan fácilmente con sus raíces. Bebemos y nos alimentamos siempre de ellas porque cada día traen savia nueva. Prescindir de ellas de manera total y definitiva nos llevaría a la frustración, al pesimismo y a la decepción. Eso nadie lo quiere ni nos conviene.
Dejemos animarnos y complementarnos desde todos los niveles, valorándolo todo, con aquella entereza que siempre ha defendido la firmeza y la confianza en uno mismo, en Dios y en los demás. Es mejor no excluir, sino incluir siempre. Como nos dice el papa Francisco, hace falta acompañar, discernir e integrar, una tríada aplicable a todos y a todo. ¡Podemos estar seguros de que por encima de toda diferencia legítima, nos conviene creer que nos necesitamos y mucho!