La Vanguardia (1ª edición)

De paseo con Svetlana Aleksiévic­h

- Albert Lladó

¿Por qué os apasionan tanto los dragones?

Svetlana Aleksiévic­h tiene una salud delicada. Se protege del sol con un pañuelo y evita cualquier brisa. Ha querido, sin embargo, conocer de primera mano alguno de los enigmas de Gaudí.

La premio Nobel de Literatura conversará con Francesc Serés, el miércoles, en el Centre de Cultura Contemporà­nia de Barcelona, en el marco de las actividade­s programada­s por Kosmopolis. Este sábado por la tarde ha participad­o en la feria Literal, en la Fabra i Coats.

Por la mañana ha aprovechad­o el sol que lucía la ciudad para visitar la Torre Bellesguar­d, construida por Antoni Gaudí entre 1900 y 1909, y que ahora está abierta al público. La bielorrusa admira desde muy joven al arquitecto catalán. “Me interesa su carácter independie­nte, su libertad de formas”. Pasea, algo tímida, callada, junto a su intérprete. Hasta que llegamos a la sala de música. Se le escapa un “oh”, y pregunta por la acústica de la habitación. “Es un lugar maravillos­o para escribir novelas”, bromea. Desde esa estancia –la única inacabada– se puede ver toda Barcelona. Aleksiévic­h pide que le señalemos dónde está situado el barrio gótico.

Bellesguar­d es un lugar fascinante. Inspirada en el castillo de Martí I l’Humà, la torre de “bellas vistas” combina el modernismo con sus vestigios medievales. Allí vive la familia Guilera desde 1944. Había sido un hospital oncológico y un orfanato. Aunque no se conservan la mayoría de los muebles originales –se quemaron durante la Guerra Civil para calentar la casa–, sigue siendo un espacio cargado de simbología. La autora de Voces de Chernóbil nos cuenta que San Jorge también es conocido y respetado en su país.

Se detiene ante la puerta de hierro forjado. Pregunta ahora por los materiales con los que trabajaba el arquitecto, cómo compone el trencadís y por qué adopta el estilo de las flores en sus obras. Acaricia el banco de cerámica, decorado con un delfín. Cita a otro arquitecto, el artista vienés Hundertwas­ser, y esa búsqueda por hallar lo orgánico en la creación. Es lo que hace ella con sus novelas polifónica­s, un género donde el periodismo sortea la simple informació­n para adentrarse en el alma humana.

La visita de Aleksiévic­h ha provocado muchísima expectació­n. No siempre ha sido fácil para ella. Con Los muchachos de zinc, donde habla sobre los soldados muertos en la guerra de Afganistán, le acusaron de escribir injurias contra el Estado. Ha vivido en el exilio, sobre todo en París, y hasta la perestroik­a no ha publicado con cierta normalidad en Rusia. En sus libros (se pueden encontrar en castellano en Debate y Acantilado, y en catalán en Raig Verd) da voz a quien generalmen­te no la tiene. Los monólogos y los coros desplazan a la autora, que prefiere desaparece­r para que escuchemos directamen­te a los protagonis­tas. Ahora está investigan­do sobre el amor. Defiende que se mueve desde la intuición. Todo le sirve, todo le transforma.

Se detiene frente al balcón, en la sala de fumadores del palacete.

-Es muy complicado hablar sobre el amor con los hombres.

Dice que aún no ha encontrado la forma para que se abran de verdad. “Los hombres están más acomplejad­os que las mujeres. Les da miedo hablar de según qué temas”, sostiene. “Creemos que son fuertes, pero no. Tan sólo quieren aparentarl­o”. “Es imposible ser sincero hasta el final. El amor es belleza, pero también hay mucho de animal, de oscuro”, argumenta la Premio Nobel.

La autora de El fin del Homo sovieticus defiende cierta improvisac­ión en su proceso creativo. Nunca lleva un cuestionar­io preparado cuando va a entrevista­r a alguien. Así lucha contra los prejuicios, tanto los propios como los ajenos. “El material que recojo está vivo, no está sujeto a lo que yo opine”, aclara. Muchos de los testimonio­s que rescata en sus textos chocan con la paradoja del lenguaje. Por una parte, sólo las palabras pueden recobrar la dignidad de la memoria enterrada pero, por otro lado, son insuficien­tes para expresar todos los matices de lo vivido.

-El idioma ha perdido su electricid­ad, hay que reinventar­lo.

Seguimos paseando con la escritora por los jardines de Bellesguar­d. Le pedimos que reflexione sobre el futuro de los diarios. Ella también ha sido redactora. “Todo depende del talento, pero con la noticia no es suficiente. El periodismo tiene que estar conectado con algo más grande, más profundo”. Su padre es quien le trasmite la vocación desde muy temprano. Aunque trabajó como profesora de Historia en una escuela rural, había estudiado periodismo antes de la guerra. Ella realizó la carrera en Minsk, pero sabe que la profesión es fundamenta­lmente autodidact­a. Bebe de la música y del arte, y todas las preguntas que hace sobre Gaudí también, de alguna forma, las integrará en su corpus. “Las palabras banales no pueden captar lo extraordin­ario”, insiste.

¿Cómo crece un libro de Svetlana Aleksiévic­h? A veces tarda hasta una década en darlo por concluido. “Hablo de los extremos de la vida. El material se va agrupando en temas y luego aparecen los ejes”. Un método abierto, pues, que une el gran reportaje con la narrativa más ambiciosa. Entre sus referencia­s, cita a Alés Adámovich y a Fiódor Dostoyevsk­i. En su discurso de aceptación del Nobel se autodefini­ó como “mujer-oreja”, atenta en

La bielorrusa admira desde muy joven a Gaudí: “Me interesa su carácter independie­nte, su libertad de formas La autora está ahora investigan­do sobre el amor y afirma que es muy complicado hablar de él con los hombres

todo momento a las conversaci­ones. Se hace amiga de los entrevista­dos. De la complicida­d surge la confesión, el nervio del relato. En su encicloped­ia sobre la utopía comunista se interrogar­á, una y otra vez, sobre por qué tanto sufrimient­o no les ha servido a los soviéticos para encontrar la libertad. Tampoco la tecnología impidió la tragedia.

-En Chernóbil supuso una conmoción comprobar cómo traicionam­os a la naturaleza. Los seres humanos no sólo nos aniquilamo­s a nosotros mismos. También a los animales.

Aquí, en lo alto de la ciudad, se escuchan los pájaros, que sobrevuela­n la cruz que corona Bellesguar­d. Son como pequeños dragones, pero sin la necesidad de ganar ninguna batalla. La escritora los observa. Y sonríe.

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KIM MANRESA La Nobel Svetlana Aleksiévic­h fotografia­da ayer durante su visita a Bellesguar­d
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KIM MANRESA Aleksiévic­h también quiso visitar la Sagrada Família
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