Corralito fiscal
Las crisis fiscales de los estados son un fenómeno casi permanente por lo menos desde los romanos. Cónsules primero y emperadores después se dedicaron con afán a requisar bienes y propiedades, al inicio con guerras de saqueo, luego con impuestos y tasas que recaían sobre los sectores de la sociedad políticamente más desprotegidos. La Revolución Francesa arrancó como una protesta fiscal de la aristocracia contra el rey y acabó dando a luz la modernidad.
Salvando las distancias temporales y sociales, los estados de los países desarrollados encaran actualmente parecidas coyunturas al hacer frente a responsabilidades públicas que superan su capacidad de financiación. La consecuencia es la crisis del Estado de bienestar.
Las respuestas a esa encrucijada definen también el lado del espectro ideológico en el que se ubican los prescriptores de soluciones. Reducir las funciones del Estado es la vía preferida por los sectores más conservadores, la derecha; buscar fuentes adicionales de financiación, subiendo impuestos a los que más ingresos declaran, suele ser la solución planteada por los sectores progresistas, la izquierda.
La nueva globalización, sin embargo, ha introducido elementos que obligan a cuestionar que la salida se vaya a encontrar en cualquiera de esas dos vías. La mundialización ha convertido a los estados en la única frontera de protección frente al tsunami económico de desplazamientos de capital e incertidumbres tecnológicas que atemoriza a amplios sectores. Pero tal presión convive con la ingente y creciente masa de dinero que circula por el mundo y que apenas huelen las Haciendas de los estados. El último ejemplo, los papeles de Panamá. Una tensión que agita conciencias y obliga a revisar postulados clásicos. A su calor crecen descontentos, populistas unos, legítimos otros.
Las finanzas globales están fuera del control de los estados, de hecho en muchos casos son las primeras las que controlan a los segundos, mientras deja acorralados (un corralito de verdad) a los ciudadanos a los que les declaran sus ingresos ante sus correspondientes fiscos.
Las grandes empresas consiguen modificar la legislación para aprovechar legalmente todas las posibilidades para pagar lo menos posible. La gran banca internacional obtiene suculentos ingresos con el diseño de mágicas estructuras fiscales para sus clientes VIP; un negocio añadido al del lavado masivo de dinero procedente de actividades directamente delictivas, como reconocía esta misma semana el portavoz mediático de la City, el asalmonado Financial Times.
La City of London, un burgo autónomo y privilegiado de Londres, con sus propias leyes e impuestos, que se rige por fórmulas de democracia corporativa, cerebro y corazón de los paraísos fiscales del planeta. En ella, David Cameron, el premier británico, ha organizado esta pasada semana una cumbre contra la corrupción y el blanqueo. Londres, capital de un Reino Unido que tiene bajo su soberanía el 25% de los paraísos fiscales del planeta, de Jersey a Gibraltar, pasando por las islas Vírgenes, que le aportan ingresos por más de 300.000 millones de euros, y que es el refugio inmobiliario y deportivo de oligarcas rusos, dictadores sanguinarios y autócratas del petrodólar. Londres capital de moda del mundo civilizado.
Mientras tanto, los asalariados y las clases medias son las víctimas propiciatorias de un sistema fiscal que se ceba con quienes no tienen posibilidades de optimizar, deslocalizar, planificar o simplemente camuflar sus rentas. Auténticos enjaulados de la globalización.
Branko L Milanovic, el execonomista del Banco Mundial, sostiene que cinco son las causas que fomentan la desigualdad: “el aumento de la parte de los ingresos que va a los propietarios del capital; los altos y concentrados ingresos del capital; la coincidencia de que las personas con más altos ingresos tiene a menudo altos ingresos procedentes del capital; la tendencia a casarse entre ellos; y el creciente poder político de los ricos”.
No es casual pues que el peso económico, además del político, de clases medias y trabajadores haya disminuido en los últimos años. Pierden peso económico entre los grandes capitales y el creciente número de supervivientes en una economía desregulada y precaria, los que sí crecen.
Mientras aviones repletos de dinero circulan libremente por el circuito internacional, derechas e izquierdas ponen el foco sobre la factura del fontanero y los ingresos profesionales. Las primeras, intentando adelgazar el Estado, sembrando graves tempestades sociales; las segundas, mortificando aún más a los sectores sociales que están siendo diezmados por la concentración del capital y la obsolescencia de sus habilidades.
Gran parte de las clases medias y muchos asalariados sienten estar viviendo los últimos compases de una sinfonía de decadencia y extinción, calificados de privilegiados por poder trabajar. Como en otras partes de Europa, en Catalunya también se vive en la misma dinámica. Como no hay posibilidades, o de momento no se sabe cómo, de embridar la escapada fiscal del capital se plantea seguir pescando en la misma pecera. El problema es que en ella quedan menos peces y son cada día que pasa más pequeños.
Y encima, a sus promotores no acabará quedándoles ni tan sólo el consuelo del rendimiento electoral. De esta dinámica sólo el populismo más pernicioso sabrá sacar rendimiento.
La presión fiscal sobre clases medias y asalariados puede acabar alimentando el populismo