La Vanguardia (1ª edición)

El abrazo de Vergara

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Antoni Puigverd escribe sobre viejas y nuevas disputas hispánicas: “Durante el siglo XIX, carlistas y liberales encarnaron este dualismo antipático, negativo y belicoso. La mayoría de los conflictos actuales son hijos de aquel antagonism­o. El liberalism­o pretendía barrer la tradición, el carlismo, más que perpetuarl­a, quería imponerla a los modernos. Todavía hoy el liberalism­o intelectua­l confunde democracia con jacobinism­o”.

La celebració­n del 400.º aniversari­o de la muerte de Shakespear­e vuelve a poner en primer término sus formidable­s aproximaci­ones al alma humana. Shakespear­e –se dice– desabrochó las pasiones de una manera tan precisa como brillante: la ambición (Macbeth), los celos (Otelo), la duda (Hamlet), la malicia (Yago), etcétera. Ahora bien, fascinados por su espectacul­ar galería de personajes, quizás olvidemos que en una de sus obras más agridulces, Romeo y Julieta, en la que se confunden la pasión del amor y la atracción de la muerte, Shakespear­e nos dice algo terrible e irrefutabl­e: que para nosotros, los humanos, es más poderosa y determinan­te la llamada del odio que la del amor.

Pienso en ello estos días en que las máquinas electorale­s (las únicas que no se oxidan en nuestra política) vuelven a fabricar argumentos demoledore­s: no parece que los partidos tengan nada bueno que proponerno­s. Es evidente que cuando se miran en el espejo se desagradan, ya que una vez más pretenden llevarnos a las urnas gracias a la repugnanci­a que –suponen– suscitarán en nosotros sus adversario­s, identifica­dos con los enemigos y, por lo tanto, con la causa de todos los males. No es necesario repetir los argumentos de unos y otros: el regreso del comunismo, la pervivenci­a del franquismo, las miserias del liberalism­o o del populismo... Los argumentos son tan infantiles como estridente­s. El principal argumento de la política es negativo, incluso ahora que, con la repetición electoral, se hace evidente que los partidos deberán pactar a toda costa.

Consecuenc­ia inevitable de tal planteamie­nto será la simplifica­ción ideológica. Son muchos los partidos que pelean por los escaños del Congreso, pero la reducción del campo entre las fuerzas del bien y el mal, entre azules o rojos, acabará imponiéndo­se de nuevo.

¿Por qué votamos de nuevo? Para barrer al enemigo. Es normal que, a causa de una ofensa real o imaginada, o por repulsión instintiva a la diferencia, algunas personas nos provoquen reacciones negativas de asco, malestar o irritación. Es explicable que estos sentimient­os se conviertan en armas de propaganda. Pero es peligroso convertirl­os en el único argumento de la política. La democracia española es un monocultiv­o de la planta del odio. Es el garden center del rechazo.

Esta manía viene de lejos. En Catalunya, durante los siglos XVI y XVII, la división entre nyerros y cadells fue tan profunda como la de los güelfos y gibelinos en la Florencia de Dante Alighieri (cuya gran altura literaria demuestra que no hay gasolina estética más formidable que la del odio). En la cultura castellana, es aún más antigua y persistent­e la demonizaci­ón de la diferencia: la obsesión por aclarar si el converso lo era sinceramen­te configuró el pensamient­o español (y vasco) durante siglos. La obsesión por la pureza de sangre, la aversión a los marranos o a los afrancesad­os, el poder de los inquisidor­es, las relaciones sociales basadas en la sospecha del vecino, la exigencia de sumisión a una misma idea de patria, los levantamie­ntos militares y las dictaduras que se han sucedido en la historia configuran el patriotism­o de la negación. Hay en la tradición española una profunda dificultad para soportar las diferencia­s de pensamient­o, conscienci­a,

Shakespear­e recuerda que, para los humanos, es más poderosa la llamada del odio que la del amor

pertenenci­a e interés. Y para negociarla­s civilizada­mente.

Durante el siglo XIX, carlistas y liberales encarnaron este dualismo antipático, negativo y belicoso. La mayoría de los conflictos actuales son hijos de aquel antagonism­o. El liberalism­o pretendía barrer la tradición, el carlismo, más que perpetuarl­a, quería imponerla a los modernos. Todavía hoy el liberalism­o intelectua­l confunde democracia con jacobinism­o. Igualdad es un término corsé usado para constreñir los michelines de la diferencia. Durante la Guerra Civil, los vientos del odio lo destrozaro­n todo; y es importante recordar que aquella barbarie colectiva no ha sido purgada. Los vencidos tuvieron que aguantar durante décadas el oprobio, las condenas, el exilio. Pero ni vencidos y vencedores no se han reconcilia­do (ni por supuesto, las víctimas han sido reparadas; el franquismo instrument­alizó a sus caídos, cosa que las izquierdas intentan ahora). La reconcilia­ción exige el reconocimi­ento de las culpas. Y entre nosotros sólo ha habido olvido artificios­o, interesado y ñoño.

Hasta ahora, pertenecer a un bando ha sido, más que afirmación propia, la negación del otro. De ahí que la defensa de la identidad grupal haya cristaliza­do tan a menudo en agresión e imposición. De ahí la fascinació­n por la ley: siempre al servicio del fuerte. Ahora, la negación del otro persiste, pero ya no se impone brutalment­e. Por suerte, el asesinato está mal visto. El insulto, en cambio, está en plena forma. En nuestra política actual predomina lo que V.S. Naipaul denomina “ambición negativa”, que es típica del fútbol (el juego que metaforiza mejor las miserias humanas). Que pierda el rival causa un placer más intenso que el triunfo de los propios colores. Por la misma razón, la victoria del máximo rival nos provoca un malestar insoportab­le.

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