¿Miedo del SMI?
Falta valentía política y mucho pacto para salarios mínimos dignos
LEconomista a fijación de un salario mínimo interprofesional (SMI) por parte del Estado es una intromisión en el mercado de trabajo que se justifica para evitar que en un país algunos salarios no cubran las mínimas necesidades. Pese a ser una intromisión (¡hay tantas!), Estados Unidos tiene establecido salario mínimo legal desde 1938, y hoy en día 26 de los 34 países de la OCDE tienen (9 desde 1990, con Alemania desde el año pasado), y los 8 países que no tienen (países nórdicos, Austria, Italia y Suiza), lo fijan por la vía de convenios sectoriales.
El salario mínimo español en el 2016 es de 655 euros, es decir 9.173 anuales, que viene a significar unos 5,3 euros por hora. Este nivel salarial se sitúa en el 41% de la media de salarios del país, una proporción de las más bajas de la OCDE, lejos del 60% que se fija como objetivo la Carta Social Europea firmada por España. El salario mínimo aquí ha sido históricamente bajo y las revisiones de los últimos años han sido prácticamente irrisorias (0,7% por término medio desde el 2010). Que, por ejemplo, una persona de limpieza del hogar cobre, por hora, el doble o más del salario mínimo, indica que este último está claramente desfasado.
Creo que se tendría que aumentar a unos 14.000 euros el año (equivaliendo a un 50% del PIB por cápita en Catalunya) y de unos 8 euros la hora (equivalente al 51% del salario medio por hora en Catalunya). El Congreso debatió hace poco hacer el salto a los 1.000 euros al mes, resultando el acuerdo que efectivamente tenía que subir, pero sin cifra ni calendario específico.
Los sindicatos y la Generalitat (sin competencias) están a favor de aumentar el salario mínimo y una patronal catalana ha constatado que es bajo. En el sistema empresarial la corriente dominante seguramente sería de indiferencia ante un aumento, dado que es tan bajo que prácticamente nadie está por debajo. Y si por ejemplo se aumentara a 1.000€ –de manera escalonada, con pacto de estado de no contaminación con la negociación de convenios, con excepciones para los nuevos en el mercado de trabajo...–, el número de afectados seguiría siendo relativamente muy bajo y su incidencia, débil. ¿Y pues, quién puede estar en contra? Básicamente tres grupos. El primero, el de los alarmistas, que recurren a tópicos como la caída del empleo, el aumento de precios y otras consecuencias, sobre las cuales los estudios económicos no son nada concluyentes. El segundo es el de las empresas que tienen a parte de sus trabajadores por debajo de 14.000 euros al año, como comidas preparadas, fast food, atención domiciliaria, comercio al detalle, sector agropecuario o servicios auxiliares, y que verían aumentar su coste en la parte que les afecte y que harían falta trasladar al precio, si pueden (en eso los payeses lo tienen más difícil como casi siempre). El tercer grupo es el de los partidarios de competir a base de salarios cuanto más bajos mejor, una opción equivocada si queremos un país de primera.
Como ciudadano deseo salarios mínimos dignos, quiero pagar menos impuestos para luchar contra la pobreza y quiero que los que tienen salarios bajos cubran una parte mayor de lo que cuesta el estado de bienestar. Aumentar el salario mínimo contribuiría a todo eso. Falta para ver que haya valentía política y capacidad de pacto entre los agentes implicados para aumentarlo ordenadamente y que, con este paso, no se alimente (todavía más) la economía sumergida.