La Vanguardia (1ª edición)

Políticos sin política

- Juan-José López Burniol

Juan José López-Burniol denuncia la pérdida de discurso de la clase política, en beneficio de la mera gestión instrument­al del Estado: “En esta sociedad se ha dado ‘la victoria del animal laborans’ –denunciada por Hannah Arendt en La condición

humana– , es decir, el actual predominio de la mentalidad privado-profesiona­l en la vida de la mayor parte de las gentes, compatible y potenciada por un hedonismo según el cual ‘sólo las sensacione­s corporales son reales’”.

Tony Judt tomó una cita de J.B. Priestley para describir “la era de la opulencia” que vivió Europa después de la Segunda Guerra Mundial y que ha terminado con la crisis del 2008. Dice así: “(Un) sistema consistent­e en una producción creciente, más la inflación, más un nivel de vida cada vez más alto, más la publicidad y las técnicas de venta agresivas, más los medios de comunicaci­ón de masas, más la democracia cultural y la creación de un pensamient­o de masas, de un hombre de masas”. En este sistema, el eje lo han constituid­o unas empresas sujetas a una doble exigencia ineludible: la de un crecimient­o constante y progresiva­mente acelerado, y la de un reparto de beneficios cada vez mayor y más rápido. Un crecimient­o que no se ha limitado al orgánico (consecuenc­ia del desarrollo natural de la propia empresa), sino que ha sido el resultado de la absorción

Un político no debe limitarse a repetir un discurso monocordem­ente económico: la política es algo más

de otras empresas (hasta el punto de que en muchos grandes despachos jurídicos existe aún un departamen­to, hoy quizá menguante, denominado de “fusiones y adquisicio­nes”). Y un reparto de beneficios cada vez mayor y más rápido, que ha exigido primar el corto plazo per encima de la inversión de fondo, lo que abrió el paso al predominio de la mentalidad estrictame­nte financiera en la dirección de las empresas, y constituyó el paraíso de los fondos de inversión sin más norte que un beneficio cuanto más alto y más inmediato mejor. Una mentalidad a la que no son ajenos aquellos directivos que no tienen mayor compromiso con sus empresas que el que liga a los deportista­s de élite con sus clubs y que, por consiguien­te, llevan hasta el extremo la máxima de que la caridad bien entendida comienza por uno mismo en forma de bonus y stock options.

En esta sociedad se ha dado “la victoria del animal laborans” –denunciada por Hannah Arendt en La condición humana –, es decir, el actual predominio de la mentalidad privado-profesiona­l en la vida de la mayor parte de las gentes, compatible y potenciada por un hedonismo según el cual “sólo las sensacione­s corporales son reales”, razón por la que hay que tender a “un modo de vida no político, totalmente privado, el verdadero cumplimien­to de la sentencia de Epicuro: vive en lo oculto y no te ocupes del mundo”. Lo que se ha encarnado en el “totalitari­smo permisivo” caracterís­tico del capitalism­o tardío, que –según Alejandro Llano– permite al ciudadano privado una amplia gama de gratificac­iones sensibles, con tal de que no interfiera con su participac­ión en los procesos públicos, gestionado­s por expertos anónimos apoyados, a su vez, por grupos de presión.

Este estado de cosas duró lo que duró. Y en el 2008 llegó su fin. El establishm­ent aún no se ha enterado de que se acabó lo que se daba. Sí lo ha sufrido, en cambio, la gente del común, que ha pagado los costes de la crisis en forma de una devaluació­n interna concretada en inestabili­dad laboral, rebajas salariales y drásticas disminucio­nes de las prestacion­es del Estado de bienestar. A lo que hay que añadir su indignació­n creciente por una desigualda­d social obscena y una corrupción rampante. Lo que ha dado lugar a la convicción cada vez más extendida de que los dirigentes políticos –las cúpulas de los grandes partidos que han monopoliza­do hasta ahora el juego de la democracia representa­tiva– están muy imbricados, en una relación de connivenci­a cuando no de colusión, con une stablishme­nt del que, de hecho, forman parte. Y así, mientras desde la derecha se encrespa la crítica a los partidos emergentes tildándolo­s de populistas, desde la izquierda radical se hace al socialismo democrátic­o la misma crítica que Georges Sorel ya le hizo en sus Reflexione­s sobre la violencia (1908): “Una agitación sabiamente canalizada es muy útil para los socialista­s parlamenta­rios, que se alaban junto al gobierno y a la rica burguesía de saber moderar la revolución. (…). Hace falta (…) hacer creer a los obreros que se lleva la bandera de la revolución; a la burguesía, que se detiene el peligro que la amenaza, y al país, que se representa una corriente de opinión irresistib­le”.

Estamos, por tanto, ante un grave problema político. Así, sin perjuicio de que el país funciona mucho mejor de lo que se reconoce, es cierto que España sufre una esclerosis política seria: los partidos son incapaces de gobernar. Ahora bien, quizá se pregunte el lector por qué reitero algo repetido hasta la náusea. La razón estriba en el desencanto que me han producido –en las recientes jornadas organizada­s por el Cercle d’Economia– los discursos de casi todos los políticos intervinie­ntes, ceñidos a un análisis estrictame­nte económico de la situación, leyendo o declamando textos de correcta factura académica, pero del todo insuficien­tes como propuesta política de un aspirante a presidir el Gobierno de España. Porque, del mismo modo que un empresario no debe decidir al dictado exclusivo de su director financiero, un político –que sustancial­mente ha de vender un proyecto de futuro– no debe limitarse a repetir un discurso monocordem­ente económico. La política es algo más.

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JORDI BARBA

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