La Vanguardia (1ª edición)

Un extraño malentendi­do

- Carles Casajuana

La gran sorpresa de este prolongado proceso electoral sigue siendo la falta de sorpresas. Los mismos líderes, los mismos programas, las mismas líneas rojas. No se sabe si es un malentendi­do, un pulso o una maldición. ¿Cuál es el objeto de estas segundas elecciones? ¿Dar una oportunida­d a los partidos para cambiar de oferta, adaptándol­a a la demanda de los votantes? ¿O dar una nueva oportunida­d a los votantes para que cambiemos de parecer y nos adaptemos a las ofertas de los partidos? Es decir: la segunda oportunida­d ¿es para los candidatos o para los votantes? ¿Quién tiene que volver a examinarse, ellos o nosotros?

La lectura de las declaracio­nes de algunos candidatos hace pensar que no tienen duda: quien se ha de volver a examinar somos nosotros. Ellos ya han hecho lo que había que hacer y no piensan hacer nada más para convencern­os de que merecen nuestra confianza para gobernar, aparte de reiterar erre que erre sus propuestas y sus mensajes sobre las virtudes propias y los defectos de los adversario­s.

De momento, la única novedad capaz de alterar la situación de una forma sustancial es la alianza entre Podemos e Izquierda Unida. En diciembre, se negaron a ir a las elecciones juntos. Ahora se presentan con una marca común, Unidos Podemos, y según algunas encuestas esto puede modificar el panorama postelecto­ral. Que obtengan un número de escaños superior a la suma de las partes dependerá de dos incógnitas: de si hay votantes de una marca que se niegan a votar por la otra –las viejas rencillas entre comunistas y anarquista­s pueden entrar en juego– , y de si la ley D’Hondt les es más o menos favorable, lo que está en gran parte en manos del azar de las combinacio­nes de últimos escaños en cada provincia.

El PP, por boca de Mariano Rajoy, ya ha dicho que no piensa hacer ninguna propuesta distinta de las que ha hecho hasta ahora. Es decir: que quien se examina somos nosotros, que ellos pueden tener un problema de corrupción, pero que su oferta es la que es y que no la piensan cambiar. Enrocado en un rincón, el PP parece decidido a esperar que los dejemos continuar gobernando por aburrimien­to. La única incógnita es si el partido exigirá pase lo que pase que el presidente siga siendo Rajoy o si, en el último minuto, si las circunstan­cias lo reclaman, pondrá encima de la mesa otro nombre.

Desde el centro del tablero, el PSOE intenta abrir nuevos espacios de diálogo –sobre Catalunya, por ejemplo–, pero reitera los mensajes de los últimos meses: no gobernará con el PP y no cree posible una alianza con Podemos porque no se fía. Es decir, que si vuelve a tener la llave de los pactos hay que imaginar que buscará un nuevo acuerdo de centro con Ciudadanos. Pero esto es lo que hizo, y no funcionó, aunque al menos lo intentó, que es lo que esperábamo­s de todos ellos. ¿Quién nos dice que funcionará ahora? La aritmética de los votos y de los escaños tendría que cambiar mucho.

Ciudadanos, por su parte, consciente de que sólo puede llegar al gobierno como segunda o tercera fuerza de una coalición, se ofrece a derecha e izquierda con su programa

¿La segunda oportunida­d es para los candidatos o para los votantes?; ¿tienen que volver a examinarse ellos o nosotros?

reformista, regenerado­r y recentrali­zador. Pero esto tampoco es ninguna novedad.

Nadie se arriesga a poner nuevas cartas sobre la mesa. Hay momentos en que parece que se trata de un malentendi­do sobre las reglas del juego, fruto de la falta de experienci­a de los partidos sobre la mecánica de los pactos, o de la falta de precedente­s de repetición electoral. Como hasta ahora ningún gobierno ha tenido que gobernar en coalición, dejando de lado alguna concesión a las minorías catalana y vasca, ahora les cuesta cambiar el chip. No se dan cuenta de que, para muchos votantes, un gobierno de coalición puede ser el mejor remedio para la corrupción. En otros momentos, da la impresión de que el impasse es fruto de la maldición de siempre, de la incapacida­d de nuestros políticos para pactar y compartir el poder, de la falta de entendimie­nto básico sobre el marco de convivenci­a, de los abismos que separan a conservado­res y progresist­as, a la derecha de toda la vida y la derecha más moderna, a la izquierda posibilist­a y la que apuesta por todo o nada.

Sea por inexperien­cia, por inercia o por sectarismo, el caso es que el mundo va muy rápido y todo cambia vertiginos­amente, pero aquí el tiempo parece detenido, suspendido, pendiente de esta falta de sintonía entre los partidos, de esta incapacida­d de sentarse, buscar objetivos conjuntos y forjar acuerdos. Pero ¿está el tiempo realmente parado? Quién sabe, tal vez es un efecto óptico. Quizás aquí las cosas también están cambiando, como en todas partes, y no todos nuestros políticos se dan cuenta. O quizás se dan cuenta y están esperando el momento oportuno para hacer nuevas propuestas y abrir nuevas vías de diálogo. O tal vez no se darán cuenta hasta que vean los resultados del escrutinio. Quién sabe. La respuesta, dentro de tres semanas.

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