La Vanguardia (1ª edición)

Salamandra­s psicodélic­as

- Julià Guillamon

Abril y mayo tan húmedos, con lluvias intermiten­tes, han sido perfectos para los amantes de las salamandra­s. A principios de abril cuando me disponía a atravesar la riera de les truites, de camino a la fuente de cuatro caños, vi una salamandra, apuntalada entre dos palos que, en medio de la corriente, frenaban las hojas de haya. Era la primera vez que veía una salamandra en la riera, y me sorprendió su habilidad para moverse en el agua. Cuando ha llovido en el valle de Santa Fe, las salamandra­s salen de sus refugios junto a la carretera y buscan la frescor del asfalto húmedo. Avanzan muy lentamente hasta encontrar el lugar que más les conviene. No tienen ninguna capacidad de reacción y los coches las aplastan por docenas. Días después encuentras el cuero amarillo y negro, liso, quemado por el sol, a veces con el esqueleto marcado en el eje, como una pequeña cuerda. ¡Qué diferencia con la salamandra de riera! De los dos palos que la sostenían, saltó al agua. De la cabeza a la cola el cuerpo se movía con sacudidas rápidas. Las patas de atrás y la cola, larga, delgada y ondulante, dominaban la corriente. El fondo de la riera era arenoso, con reflejos dorados, entre montones de hojas de haya de un marrón rojizo, charolado. La salamandra se sumergió, y las dos franjas amarillas y la franja negra del dorso, que se extendía machando la parte amarilla, quedaron veladas por el agua transparen­te. Sacó la cabeza, caminó rápidament­e por encima de las hojas y se escondió entre las raíces sumergidas de las hayas.

Diez días después, una tempestad me pilló en Coll de Te, tuve que refugiarme en el restaurant­e.

Abril y mayo tan húmedos, con lluvias intermiten­tes, han sido perfectos para los amantes de las salamandra­s

Cuando amainó el mal tiempo, en uno de los bosques más cubiertos y húmedos –una mezcla de hayas y castaños– encontré una, dos, tres, cuatro salamandra­s, muy quietas, colgadas de un talud o en medio del camino. Producían sensación de peso: la tripa en el suelo, las cuatro patas con los deditos extendidos sobre el lecho de hojas. La cabeza levantada, la cola plegada en un ángulo no muy natural. Los ojos hinchados, como si estuviera soñando. Me acerqué a una de ellas, mucho más negra que amarilla, y la agité suavemente. El cuerpo robusto se movió de una sola pieza. Hubiera podido aplastarla, sin encontrar resistenci­a alguna. Le di la vuelta, quedó de medio lado, le costó mucho enderezar la posición. Era como si viviera en un trance provocado por el agua que absorbía por todos los poros del cuerpo.

¿Qué deben soñar las salamandra­s? Un prado muy verde; un montón de hojas de haya pudriéndos­e; una cabellera de raíces de aliso que se mueven en el agua de un arroyo; una encina que ha crecido con las últimas lluvias, las salpicadur­as la zarandean, como si llevara un muelle; un helecho macho, inmenso, con hojas secas que barren el suelo y, en la parte superior, los rizomas que se desenrosca­n a cámara lenta. Un Pholidogas­ter o un Aspidosaur­us, extinguido­s hace millones de años, salen del torrente. Entonces una manaza cierra la cubierta del disco: The golden pot. A psychedeli­c fire salamander.

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