La opa de Carlos Iglesias
La reivindicación del espacio socialdemócrata por Pablo Iglesias me ha retrotraído a la transición. He recordado una escena de la que fui testigo en una reunión de la UGT de Catalunya. El secretario de formación presentaba un curso para afiliados y el presidente, Manuel Noguera, le interrumpió: “No nos pasemos... Basta con que el obrero conozca la declaración de principios del sindicato. No vaya a ser que con tanta formación, tanta formación..., acabe confundiendo a Carlos Iglesias con Pablo Marx”. La ceremonia de la confusión se ha materializado: Carlos Iglesias ha lanzado una oferta pública de adquisición de votos contra Pedro Sánchez. La técnica es la clásica –leninismo y hegemonía gramsciana –, concretada en un programa común con IU –heredera del antiguo PCE–, pero revestido de nueva socialdemocracia: “Marx y Engels eran socialdemócratas”.
El objetivo de la opa es el sorpasso, el palabro de moda. Iglesias tiene todo el derecho de buscarlo, pero es obligación del analista recordar cuatro verdades de Perogrullo. No me perderé en disquisiciones sobre el paso del socialismo utópico al socialismo científico (Engels), sino en la distinción práctica entre socialismo real (comunismo) y socialdemocracia. Un libro póstumo de Tony Judt viene en mi ayuda: hay una diferencia significativa entre comunismo y socialdemocracia. El primero busca desplazar el capitalismo por un sistema de producción y propiedad completamente distinto. La segunda representa un compromiso: la aceptación del capitalismo –y de la democracia parlamentaria– como marco en el que atender los intereses de amplios sectores de la población. La fórmula: todo el mercado posible y todo el Estado necesario, y el equilibrio entre producción y redistribución, regulado por el Estado. Su resultado: el Estado de bienestar.
“El consenso socialdemócrata significa el mayor progreso que ha visto la historia... Nunca tantas personas habían tenido tantas oportunidades vitales”, resumió Ralf Dahrendorf. El bagaje histórico del socialismo real (comunismo) está ligado al pasado siniestro de la Unión Soviética y sus adláteres. “El marxismo está manchado de forma irreversible por su herencia, con independencia de lo útil que todavía hoy puede resultar leer a Marx”, concluye Judt. El modelo socialdemócrata entró en crisis con la globalización: la producción traspasó las fronteras nacionales y quedó fuera del marco de la redistribución estatal. Urge restablecer este equilibrio con instrumentos de acción transnacionales, empezando en el marco de la UE.
El problema de los socialdemócratas es que son demasiado modestos. “Tenemos que disculparnos un poco menos por los errores pasados y hablar con más firmeza de sus logros. El hecho de que estos siempre fueron incompletos no debería preocuparnos. Si no hemos aprendido otra cosa del siglo XX, al menos deberíamos haber comprendido que cuando más perfecta es la respuesta, más espantosas son sus consecuencias”, escribe Judt. Debería tenerlo en cuenta Sánchez al afrontar la opa amistosa de Iglesias.
El modelo de consenso de la socialdemocracia no tiene nada que ver con la herencia siniestra del comunismo