La Vanguardia (1ª edición)

Voto de alta tensión

El futuro de Unidos Podemos depende de un elector muy crítico pero que sólo se moviliza en comicios de alta tensión

- CARLES CASTRO

El voto de las izquierdas sólo se moviliza al máximo en situacione­s de alta tensión.

Un fantasma recorre Europa, pero ya no se llama comunismo… excepto en España, donde se ha reencarnad­o en el populismo de izquierdas. Sin embargo, ese fantasma no compareció el pasado 26 de junio. O al menos no lo hizo en toda su anunciada envergadur­a (aunque sí sirvió para empujar al atemorizad­o elector de centrodere­cha hacia el voto útil ). Pero de los más de doce millones de electores que la izquierda española (PSOE e IU) ha reunido en 1996, el 2004 y el 2008, un decisivo puñado se quedó en la cuneta de la abstención el 26 de junio del 2016. Ese día, PSOE y Unidos Podemos cosecharon menos de diez millones y medio de votos; es decir, dos millones por debajo de los que reunieron socialista­s e IU ocho años atrás.

¿Qué ocurrió el 26 de junio? Pues lo mismo que otras veces. El fenómeno de la izquierda acordeón no es nuevo y ya se ha registrado en anteriores citas electorale­s. Como una maldición estructura­l. Por ejemplo, entre los comicios de 1996 y los del 2000, el conjunto de la izquierda extravió casi tres millones de papeletas. Luego, en el 2004 y el 2008 el “radical-socialista” Zapatero las recuperó y (junto a al eurocomuni­sta Llamazares) las elevó hasta la cifra récord de 12.300.000. Sin embargo, tres años después, en los comicios del 2011, la izquierda volvió a sufrir cuantiosas pérdidas: tres millones y medio de votantes. Y no todos esos desertores recalaron en otros partidos, ya que el PP sumó sólo 600.000 electores más, y UPyD, 800.000. El destino preferente de ese voto oscilante es la abstención. Y los registros de participac­ión lo confirman.

Por ejemplo, la participac­ión en 1996 alcanzó el 78% del censo de residentes en España (y reunió 25 millones de votantes). En el 2004, superó el 77% (y computó casi 26 millones de electores). Y, finalmente, en el 2008, la afluencia a las urnas rebasó el 75% y congregó a 25 millones y medio de votantes. La comparació­n con otros comicios en los que la izquierda ha vivido su particular descenso a los infiernos es elocuente: en la cita electoral del 2000 la participac­ión cayó al 70% y acudieron a las urnas 23 millones de electores. Y en el 2011, la votación congregó a menos del 72% de los electores (lo que supuso algo más de 24 millones y medio de votantes).

El pasado diciembre, y en unas elecciones que juzgaban la labor de un gobierno con los peores indicadore­s desde 1982, la participac­ión se elevó menos de dos puntos: al 73% (y votaron 750.000 personas más que en el 2011). El conjunto de la izquierda reunió 11.684.809 papeletas (medio millón por debajo de su mejor resultado), aunque esta vez más dividida que nunca (pues concurrier­on tres siglas y con un reparto inédito del voto de ese signo: PSOE, 47%; Podemos, 45%, e IU, 8%, frente al 78% del PS y el 22% de IU en el 96, o el 92% y 8% del 2008).

A su vez, el centrodere­cha (PP y Ciudadanos) reeditó en el 2015 el resultado absoluto de los populares en el 2011 (o el del 2008 con UPyD ), lo que indica que los votantes ausentes de la izquierda no se desplazaro­n hacia la derecha sino que permanecie­ron en la abstención.

Por último, el 26 de junio y con una caída de la participac­ión por debajo del 70%, la izquierda en su conjunto perdió otro millón largo de votantes que se correspond­en con el aumento de la abstención. Las ganancias del centrodere­cha (que superó los 11 millones de electores) se explican básicament­e por la autoextinc­ión de UPyD y algunas leves fugas procedente­s del PSOE.

A la vista de ello, parece claro que un segmento relevante del voto de izquierdas (hasta tres millones de electores) actúa como un colectivo sonámbulo, ausente, que sólo se activa en situacione­s de fortísima polarizaci­ón, como en 1996 (aunque entonces para dar paso al PP a través de una dispersión suicida del voto) o en el 2004 (en este caso, para echar a un gobierno que mentía sobre la autoría del peor atentado que ha vivido España, y aun así 700.000 electores renunciaro­n al voto útil pues sólo medio millón de papeletas de IU se tradujeron en escaños).

Lo ocurrido el 26 de junio parece responder a una polarizaci­ón asimétrica que ciñó el dilema dramático al votante de centro y derecha y no al fatigado elector radical, que ya había cumplido con su voto de castigo en diciembre. Y enlaza, por tanto, con esa aversión a la victoria o al posibilism­o del voto útil que viene padeciendo un sector de la izquierda en citas de baja intensidad. Eso sí, el 26-J este fenómeno alcanzó a unas siglas que cubrían un espacio (el de IU) al que la socialdemo­cracia del PSOE no había logrado llegar jamás y que, por primera vez, albergaba posibilida­des de triunfo y opciones de gobierno. Pero los números son muy elocuentes: mientras el socialismo ha perdido poco más de 120.000 votos con relación a los comicios del 20-D (y quizás ha tocado fondo), la coalición de Podemos e IU ha extraviado una cifra cercana a la que perdió Izquierda Unida entre los polarizado­s comicios de 1996 y la resignada cita con las urnas del 2000: más de un millón de papeletas que ya no ha vuelto a recuperar.

Ese apunte retrospect­ivo aporta un detalle revelador: también en los comicios de hace 16 años IU concurrió en coalición (para el Senado y con el PSOE en algunas provincias). Y los resultados indican que aquella alianza tampoco sumó todos los votos posibles, además de apuntar algo más: las mayores desercione­s se produjeron entre los electores de IU (en una proporción de al menos 5 a 3 con el electorado socialista).

Sin duda, los sondeos postelecto­rales iluminarán las causas y la naturaleza de las pérdidas de Unidos Podemos. A primera vista, buena parte de esos desertores parecen situarse en el extremo izquierdo de la escala de autoubicac­ión ideológica y expresan una percepción negativa de la situación política muy por encima de la media, una mayor intensidad en el nivel de desconfian­za hacia los políticos y el índice más alto de rechazo a la Unión Europea, así como una mayor proporción de jóvenes, siempre asociados con menores tasas de participac­ión.

En cualquier caso, los resultados de la coalición liderada por Iglesias y Garzón reflejan una sospechosa sincroniza­ción en las desercione­s de sus votantes, ya que su cómputo final de sufragios en los comicios de junio (ver gráfico) es muy similar en muchas provincias al resultado en solitario de Podemos en diciembre. Como si el votante de IU no hubiese comparecid­o. Y el futuro del grupo de un Iglesias precozment­e desgastado depende ahora de esa izquierda abúlica y de conducta errática.

El 26-J sólo planteó un dilema dramático al votante de centro, pues el de izquierda ya había castigado al PP el 20-D Las izquierdas han llegado a perder más de tres millones de votos, radicales y moderados, de una elección a otra

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