La Vanguardia (1ª edición)

Rajoy, presidente

- D. FERNÁNDEZ, editor Daniel Fernández

Ahí está. Ha ganado la carrera a su estilo, sin correr, casi caminando, con ese aire de profesor despistado que opositó a una cátedra en provincias y ahora le ha tocado, cosas del escalafón y los colegas, también porque cansan menos los despachos que las clases, ser rector. Dicho sea como metáfora para no recurrir al tópico del registrado­r que todavía es pero que en realidad hace muchos años dejó de ser. Porque se nos olvida que Mariano Rajoy Brey lleva décadas ejerciendo de político y de cargo público, en un peculiar cursus honorum que, probableme­nte, le define y explica más que ninguno de sus tan celebrados aforismos, meteduras de pata incluidas. Personalme­nte creo que va a volver a ser presidente del Gobierno. Y que tendremos gobierno al final del verano, cuando el calor africano de la meseta en agosto haya bajado un poco. Y no concibo, pero es tan sólo mi opinión, que el Partido Socialista no vaya, de alguna manera, a facilitar la investidur­a. Como tampoco creo que Rajoy se haga a un lado eleganteme­nte para hacer posible un gobierno y por el bien del reino, esa España que ahora mismo se me antoja entre dos aguas. Hay un país que desaparece y otro que no acaba de nacer. Como en los versos iniciales de aquel epigrama de Jaime Gil de Biedma, De vita beata: “En un viejo país ineficient­e, / algo así como España entre dos guerras / civiles, (…)”. Las Cortes se constituir­án el diecinueve de julio próximo, un día después del octogésimo aniversari­o del levantamie­nto militar que dio origen a nuestra última guerra civil. Casi se ha extinguido ya del todo el rastro y la voz de los pocos combatient­es que aún sobreviven de aquella guerra, quinta del biberón incluida. Y sin embargo, la guerra y la dictadura todavía pesan ante esta nueva transición (permítanme que me abone al tópico) que no acaba de dibujarse.

Otra vez hay que hablar de ruptura o reforma, como entonces, como cuando el régimen franquista quiso perpetuars­e al tiempo que se maquillaba y adecentaba para el futuro tras la muerte del dictador. Ahora parecen viejas historias, pero a muchos todavía nos suenan y sabemos de qué se haal

Sánchez tiene la obligación moral de intentar consolidar un programa de reforma junto con los populares

bla cuando se invoca a Carlos Arias Navarro y el espíritu del doce de febrero (de 1974, con el general todavía vivo), el que alumbró aquella timorata ley de Asociacion­es Políticas. La Platajunta, es decir, la oposición democrátic­a, estaba entonces por la ruptura, por crear un orden nuevo (sí, aquella terminolog­ía que tanto servía para extremismo­s de izquierda como de derecha) y recibió con extraordin­ario recelo la figura de Adolfo Suárez, que cuando fue escogido por el rey Juan Carlos (“el breve”, apodaban todos monarca, tanto a la izquierda como a la derecha, para significar su inminente caída) ya había sido nada menos que ministrose­cretario general del Movimiento. ¿Qué reforma se podía esperar de él y de las Cortes franquista­s? La Platajunta no dio credibilid­ad ni a Suárez ni a la ley para la Reforma Política de noviembre de 1976. Y de hecho propugnaba la abstención activa ante el referéndum del quince de diciembre, el que precisamen­te refrendó la reforma. A partir de ahí, es sabido: legalizaci­ón del PCE, pactos de la Moncloa, aprobación de la Constituci­ón y todos estos años de democracia que ahora, en ocasiones, en momentos de desasosieg­o, algunos vemos en peligro. Se impone hoy otra vez la reforma, el pacto, el sentarse a hablar y llegar a acuerdos. Sea Rajoy presidente y páctese el futuro razonable de España, aquel que podamos compartir muchos, los más posibles. Tras el resultado del referéndum británico, que sin duda ayudó a aupar al candidato Rajoy, y tras estas últimas elecciones, el panorama es muy distinto. Pablo ha caído del caballo en su particular camino a Damasco. Y el gobierno encabezado por Sánchez que pudo llegar a ser es ahora una quimera, un trasgo. Pedro Sánchez tiene la obligación moral, o al menos así lo creo, de intentar consolidar un programa de reforma junto con los populares. Ojalá también con Ciudadanos. Y ojalá que otros más se sumasen a la discusión civilizada y dejasen de hablar de regeneraci­ón democrátic­a para efectivame­nte acometerla. Las dificultad­es y los problemas que se adivinan en el horizonte inmediato, más aquellos que ya nos acucian, justifican y exigen altura de miras y capacidad de diálogo, que también significa negociació­n y acuerdo y alguna renuncia, cómo no. Paro, corrupción, reforma de la justicia, de la educación (sin ella no hay futuro), de la ley electoral, del sistema de financiaci­ón, del sistema fiscal todo, de la sucesión a la Corona, y tantos otros temas demandan un tiempo y unos modos nuevos. Puede llegar a darse que, si todo ese paquete de mejoras, desde la ley fundamenta­l a muchas otras, se negocia y acuerda, Rajoy acabe siendo el presidente más reformista de la democracia. De inmovilist­a a renovador. O tal vez es que simplement­e avanzaba lento, o ni eso, a lo mejor se movía con ese bamboleo un poco grotesco de la marcha atlética. Aguantando más y yendo más lejos que cualquier sprinter.

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JORDI BARBA

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