La Vanguardia (1ª edición)

Símbolos por la cabeza

- Sergi Pàmies

Sergi Pàmies se refiere a la última polémica del verano: “Da la impresión de que poner a Franco en la puerta de un centro como el Born, identifica­do con una idea museística identitari­a, ha desconcert­ado a los que no tuvieron reparos en aceptar aquel monstruoso mástil y otras contorsion­es forzadas con calzadores ideológico­s y coartadas divulgativ­as”.

Una estatua ecuestre de Franco en la puerta del Born Centre de Cultura i Memòria anunciará una exposición que, según el primer teniente de alcalde, Gerardo Pisarello, pretende “impulsar una reflexión colectiva sobre la impunidad de la dictadura y romper el silencio sobre los crímenes del franquismo”. El anuncio está alimentand­o una polémica más de bandera amarilla que de bandera roja. La habilidad de la alcaldía para narcotizar­nos con efervescen­cias recreativa­s es notable y a Pisarello le toca el papel de argumentar­lo, probableme­nte porque es de los pocos concejales con preparació­n para intelectua­lizar cualquier chorrada y hacerlo con una sonrisa que tanto puede servirle para darte las gracias como para ordenar que te expatrien a Siberia.

No hace tanto, el artista Eugenio Merino presentó en Arte una estatua hiperreali­sta de un Franco de uniforme, con siniestras gafas de sol, metido en una nevera decorada con un logotipo que recordaba el de una marca de cola. Entonces Merino explicó que primero había pensado en Mao, pero que se dio cuenta de que Franco le era más cercano y, con lucidez, opinó que sacar a Franco de las plazas del país no significa

Sacar a Franco de las plazas del país no significa que hayan desapareci­do las ideas franquista­s

que hayan desapareci­do las ideas franquista­s. La voluntad de Merino era respetable, y el ámbito de exposición –una feria de arte–, el adecuado. La discusión actual, en cambio, cuestiona el contexto de la contextual­ización y, de entrada, lo hace con argumentos más políticos que culturales. De hecho, en Barcelona hay otras estatuas ecuestres oficialmen­te admitidas (es decir: sometidas a la espontánea indiferenc­ia general), como la del general Prim o la de Ramon Berenguer. Pero como la mayoría ignora quiénes fueron, el paso del tiempo y la adaptación al paisaje han evitado polémicas.

La diferencia es que las secuelas del franquismo son demasiado recientes y monstruosa­s para admitir esta simbología en la vía pública sin, como mínimo, protestar. La provocació­n que propone Pisarello conecta con la línea de la pedagogía y la necesidad de la memoria histórica, que es el argumento que ha movilizado a muchos sevillanos para exigir el repudio del militar Queipo de Llano. También debe tenerse en cuenta que, en la decisión propagandí­stica y frívola de la exposición, se convierte a Franco en una especie de reclamo situacioni­sta, que es una idea que sería estimulant­e (por transgreso­ra y por pop) en un artista pero que, financiada con dinero público, ya no hace tanta gracia. También da la impresión que poner a Franco en la puerta de un centro como el Born, identifica­do con una idea museística identitari­a, ha desconcert­ado a los que no tuvieron reparos en aceptar aquel monstruoso mástil y otras contorsion­es forzadas con calzadores ideológico­s y coartadas divulgativ­as. ¿Una estatua de Franco en Barcelona? Ya sabemos cómo acabará: será el objetivo de la prodigiosa incontinen­cia urinaria callejera que define nuestra ciudad, tanto de las vejigas de nuestros ciudadanos como de las vejigas de nuestras ciudadanas.

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