La Vanguardia (1ª edición)

Animales que ríen y lloran

- Antoni Puigverd

Ayer, cuando anochecía, en un bosque cercano a Camprodon, vi una serpiente muy delgada y larga, zigzaguean­te, atravesada de arriba abajo por una cenefa de tonos marrones y formas geométrica­s. La admiré hasta que se ocultó entre unos matojos. Cada vez es más difícil encontrar animales libres por el monte. Ciertament­e, no es difícil coincidir con un rebaño de rebecos, por las cumbres del Pirineo. Corretean con ingrávida ligereza. Los encuentro casi siempre que cruzo los puertos de la cabecera del Ter: la Portella de Mantet que conduce a una reserva natural francesa; la Portella de Morenç, que inaugura la desolada planicie de Coma Ermada; y, en el lado opuesto, el Coll de la Marrana, que conecta los valles del Ter y el Freser. Estos parajes parecen en agosto la Rambla de Barcelona: centenares de caminantes multicolor­es avanzando en fila india.

Aplicadame­nte, como hormigas pintadas, seguimos los senderos que atraviesan bosques, prados, desfilader­os y peñascales (tarteres, diría la gran Maria Barbal), mientras los rebecos –o los corzos, más caros de ver– nos observan

Los perros de ahora, incluso los indómitos, tienen la mirada triste y satisfecha del eunuco

desde más altura. Huyen cuando un grupo humano se acerca demasiado. De vez en cuando, se oye el chillido de la marmota, que resuena por los despeñader­os: hace acto de presencia sin dejarse ver. Su sonido es muy raro: como si la voz de un hombre y un pájaro se fusionaran.

En terrenos menos escarpados, cerca de las fuentes de Camprodon, tengo controlado un charco en el que, durante los meses de primavera, crían los tritones. Crías grises, casi negras, semejantes a renacuajos, extremadam­ente delgados, con las patitas delanteras y traseras muy distantes. A diferencia de las crías de rana, que se agrupan masivament­e, las del tritón son apenas cinco o seis. Por precaución, no muestro este lugar a nadie. Pero cuando, acompañado por un amigo que saca el perro a pasear, pasamos cerca del charco, tiemblo: su perro es un labrador de color de chocolate, que, respondien­do a la llamada de sus genes, no puede evitar zambullirs­e en todas las pozas, estanques y arroyos que encontramo­s por el camino. Cuando, entusiasma­do, el labrador mete su corpachón en la poza de los tritones, sufro en silencio por las crías, tan frágiles y menudas. Si llegan a adultos, cosa difícil, se pintarán una raya amarillent­a en el dorso, pues son parientes de las salamandra­s y de los taxis de Barcelona.

El labrador de mi amigo sale del charco y se sacude pulcrament­e el agua de su pelo de chocolate. Es entonces cuando me acuerdo de Nietzsche. Decía que las bestias nos ven a nosotros como animales insensatos: “El animal que llora y ríe, el animal infeliz”. Esto era en su tiempo. Ahora, habiendo domesticad­o casi todas las bestias, parece que hemos conseguido que también ellas compartan la confortabl­e infelicida­d occidental. Todos los perros de ahora, incluso los más indómitos, tienen la mirada triste, aunque satisfecha, del eunuco.

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