Los mejores
Hay pocos acontecimientos comparables a unos Juegos Olímpicos. Seguramente ninguno. 10.500 deportistas venidos de todo el mundo concentrados durante dos semanas en una misma ciudad para competir y distinguir a los mejores.
Bolt, Phelps, Ledecky… Centrémonos en ellos. Dejemos de perseguir pokémons si no es mucho pedir y fijémonos en gente de carne y hueso que lleva años, toda una vida, entrenando espartanamente para que disfrutemos de su esfuerzo, su talento y su fortaleza mental para competir bajo la más alta de las presiones: el miedo al fracaso.
Celebremos el fin de los largos prolegómenos, interminables por culpa de la moda de la cuenta atrás (quedan 57 días, 3 horas y 32 minutos…) y de ese torneo paralelo, también de proporciones olímpicas, que ha consistido en averiguar quién desprestigiaba más a los brasileños poniendo voz impostada de primermundistas como si siempre lo hubiéramos sido. Dejemos de repetir chovinistamente, al menos durante los próximos 16 días, que Barcelona acogió los mejores Juegos de la historia. Es posible que sea cierto, pero ya vale. Dejemos a Río expresarse. Denunciemos su corrupción, el exagerado poder de las multinacionales, el olor tóxico procedente de sus bahías, la operación sospechosamente cosmética del equipo olímpico de refugiados y la certeza de que la ciudad seguirá con sus desigualdades como si fueran problemáticas sólo suyas. Pero contemplemos también a los atletas, se lo han ganado. Y no hay nada equiparable a verlos competir. Son únicos. Son un espectáculo.