La Vanguardia (1ª edición)

Yoweri Museveni

PRESIDENTE DE UGANDA

- Xavier Mas de Xaxàs

El presidente de Uganda firmó en el 2014 una ley que endurecía las penas contra la homosexual­idad y que fue suspendida por el Tribunal Constituci­onal. Aun así, la policía detuvo a 15 personas en una fiesta de orgullo gay en un club de la capital.

En el desfile de las naciones de esta madrugada en Río ha habido más geoestrate­gia de la que veremos en la Asamblea General de la ONU el próximo mes en Nueva York. Para familias como la mía, que compró una televisión en color para ver el mundial de futbol de España 1982 y luego fue voluntaria en Barcelona 1992, los acontecimi­entos deportivos del verano, los JJ.OO. por encima de todo, eran un gran ejemplo, tal vez el mejor, de lo que la humanidad era capaz de conseguir.

El idealismo de unos atletas compitiend­o “con caballeros­idad”, “por el honor de nuestras naciones y la gloria del deporte”, como reza el juramento olímpico, cristaliza­ba en el desfile de las naciones que cada cuatro años abre la cita olímpica. Mi abuela esperaba la salida de su Puerto Rico natal como si sólo aquella bandera y aquel cartel pudieran confirmar que era más que una colonia estadounid­ense.

Nos sorprendía­mos con los trajes de Nigeria, Bután y Kiribati, las pieles del abanderado mongol, siempre un forzudo salido de un cómic de Gengis Kan, y si esta noche hubiéramos visto el desfile seguro que nos habríamos emocionado con las delegacion­es minúsculas, con menos de tres atletas, la de Afganistán y Sudán del Sur, por ejemplo, o la de Tuvalu, de uno, el velocista Etimoni Timuari, que competirá en los cien metros lisos por su pequeño país consciente de que hasta Tokio 2020 no volverá a existir.

Hay otros países más grandes, pero que apenas existen y que también participan, como Siria, Libia, Yemen y Somalia, y hay un equipo formado por diez refugiados, desfilando sin otra bandera que la blanca de los aros olímpicos, encabezado por una nadadora siria Yusra Mardini, que estuvo tres horas y media en el agua, arrastrand­o un bote con 27 personas hasta una playa de Lesbos. Hay 11.400 atletas en Río y diez son refugiados. Un testimonio, una estrategia de marketing para un Comité Olímpico Internacio­nal (COI) que ve cómo el idealis- mo de los Juegos se le escapa de las manos.

Hay más banderas en Río (205) que en las Naciones Unidas (192) y esta madrugada en el estadio de Maracaná ha habido más geoestrate­gia que la que habrá en la cita anual de la Asamblea General de la ONU. Es así desde hace bastantes años, desde por lo menos Berlín 36 (los Juegos de Adolf Hitler) y México 68, cuando dos atletas negros de equipo de EE.UU. levantaron el puño en lo más alto del podio, mientras sonaba el himno, un gesto que demostró la relevancia de la cita olímpica para defender los derechos humanos o cualquier otra causa política planetaria. Una facción de la OLP, entonces dirigida por Yasir Arafat, diezmó al equipo israelí en Munich 72, 11 muertos en un atentado que no paró los Juegos. Estados Unidos boicoteó Moscú 80 a raíz de la invasión soviética de Afganistán y luego la URSS boicoteó Los Ángeles 84. Un fanático antiaborti­sta mató a una persona en Atlanta 96, y desde el 21 de julio doce supuestos yihadistas han sido detenidos en Brasil.

A los cariocas, sin embargo, no les preocupa tanto el terrorismo como la violencia cotidiana. Sólo en Río ha habido 2.100 asesinatos entre enero y mayo, un 13% más que en el mismo periodo del 2015. La policía no tiene recursos y lo suple con violencia. La ciudad está en quiebra. Maestros, médicos, bomberos y policías cobran tarde y mal. La candidatur­a olímpica prometió 4.000 millones de dólares para limpiar el agua del mar, la gran cloaca a la que se abocan los residuos de 12 millones de habitantes, pero sólo ha gastado 170.

Las ciudades, los estados pagan bajo mano para ser olímpicas. Salt Lake City 2002, por ejemplo. La familia olímpica, al mejor estilo siciliano, aprieta, cobra y calla. Los Juegos son su única razón de ser, ante todo su gran negocio, del mismo modo que sólo hay ganancias políticas para los estados que cuelgan sus banderas –a ver quién la tiene más grande– en los balcones de la villa olímpica. Aunque todo falle, aunque un 60% de los brasileños estén en contra o se muestren indiferent­es, todo se presenta como un éxito, las cámaras sólo captan las sonrisas y las uñas pintadas con los colores de doscientas banderas nacionales.

Y el invento funciona. A la ilusión del atleta por el oro olímpico se une la del ciudadano telespecta­dor que se sorprende en el sofá aplaudiend­o a un palista, a una jugadora de bádminton y a un yudoca sin entender las reglas, sin apreciar la técnica, sólo por el placer de colgarnos una medalla. No aplaudimos al deporte, aplaudimos a un Estado, a un ejército de atletas soldado. Y no nos importa que hagan trampa y se dopen con esteroides –a los hombres les crecían las tetas y a las mujeres la barba– porque lo importante no es participar sino ganar.

Rusia está ahora en el ojo del huracán por un programa de dopaje masivo de sus atletas en Sochi 2014 –los esteroides de los hombres los diluían en Chivas y los de las mujeres en vermut–, pero de una forma u otra todos los países han hecho lo mismo y al COI no le ha importado. En Pekín 2008 y Londres 2012 hubo 45 casos de dopaje, que implicaron a 23 medallista­s.

Creo que los atletas no se doparían tanto si no tuvieran que defender una bandera y el COI dejaría de ser una de las organizaci­ones más corruptas y opacas del mundo si en lugar de representa­r los intereses de sus socios –los comités olímpicos nacionales– defendiera a los atletas y compartier­a las ganancia directamen­te con ellos.

El olimpismo es y seguirá siendo una herramient­a a favor del poder de las naciones estado, pero por un momento imaginen lo que serían unos Juegos sin himnos ni banderas, sin medallero, sólo con atletas y coronas de laurel. Estaríamos mucho más cerca del ideal olímpico, aunque, claro está, nosotros no sabríamos a quién aplaudir, la audiencia televisiva caería en picado y el negocio se desmoronar­ía.

El olimpismo es y seguirá siendo una herramient­a de las naciones estado; imaginen unos Juegos sin banderas...

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POOL / GETTY François Hollande saluda a Franck Solforosi, que competirá en remo, en el comedor de la villa olímpica
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