De Copacabana a Manila
La inauguración de los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro, un acontecimiento que pone a prueba la capacidad organizativa de Brasil, sumido en una grave crisis socioeconómica; y la deriva autoritaria del recién elegido presidente de Filipinas, el populista Rodrigo Duterte.
EN el marco del remodelado y mítico estadio de Maracaná se dio anoche el pistoletazo de salida de los XXXI Juegos Olímpicos de la historia moderna, el acontecimiento más universal de cuantos se celebran en el mundo de hoy. Una inauguración que se celebró con la esperanza de dejar atrás los muchos problemas originados por su organización, para que sea la competición deportiva la que protagonice el interés de todos. Tiempo habrá, después, para hacer examen de los errores y de sus causas.
Los Juegos de Río de Janeiro tienen la particularidad de celebrarse por vez primera en un país sudamericano. Una cuestión no menor si se tiene en cuenta que se trata de una parte del continente americano que, por diversas razones geoestratégicas y políticas, hasta hace muy poco ha estado injustamente considerada. Cuando en octubre del 2009 el COI decidió otorgar a la hermosa ciudad brasileña la organización de estos Juegos, muchos celebraron la concesión como un acto de justicia universal para un país que experimentaba un desarrollo político, económico y social prodigioso. Cierto es que, desde entonces, la coyuntura ha variado de forma sustancial y no en la buena dirección. Pero ello no obsta para que esa celebración sea, como se espera, un éxito clamoroso gracias a la vitalidad de un país y de una sociedad empeñada en superar los diversos obstáculos que la historia le ha deparado. A pesar de la situación actual, muy complicada e incluso algo depresiva, Brasil sigue siendo un gran país en todos los sentidos y es de esperar que los Juegos actúen como una catapulta que ponga de manifiesto las inmensas potencialidades que nadie puede negarle. Por esa razón es fundamental que los Juegos de Río se clausuren, el 21 de agosto, con un triunfo deportivo y social.
Los Juegos de Rio de Janeiro tienen ante sí el reto de avanzar en la lucha contra el dopaje, uno de los principales objetivos del deporte en general. Eliminar la trampa es vital para que la credibilidad de la competición esté garantizada, puesto que lo contrario sería un mortal desprestigio. El pasado mes de junio, la Agencia Mundial Antidopaje (AMA) cerró el laboratorio creado en Río para el control de los atletas por no cumplir las normas internacionales. A finales de julio, restableció las funciones de aquella institución, una vez comprobado que se había reformado el sistema de las pruebas que efectuar. En la cuestión del dopaje no puede haber brecha alguna, y Río de Janeiro 2016 no puede dar un paso atrás.
La otra gran cuestión de estos Juegos es la seguridad de todos. Tanto por lo que se refiere a la previsión de actos terroristas como a las condiciones de seguridad de todos los participantes, espectadores incluidos. Sabido es que un acontecimiento de estas características es un escenario propicio para aquellos cuyo objetivo es la implantación del miedo y el terror, así como para la pequeña delincuencia, que ya ha hecho acto de presencia. Casi quince mil agentes de policía velarán para que nada indeseable ocurra y, en este sentido, ya se han practicado algunas detenciones de personas presuntamente relacionadas con el terrorismo. Al mismo tiempo, los organizadores han montado un sistema de protección formado por unos 22.000 militares y otros 30.000 agentes privados que, es de esperar, surta el efecto deseado.
En definitiva, se trata de que Río 2016 sea un éxito deportivo y social en toda regla, para bien de Brasil y del mundo entero. Los brasileños son capaces de organizar los mejores Juegos Olímpicos de la historia. Y así esperamos que sea.