La Vanguardia (1ª edición)

Perla de Oriente (y del cine de barrio)

- Joaquín Luna

Fascinante Filipinas. España legó un catolicism­o de cirio, confesiona­rio y procesione­s de Semana Santa, fechas en las que los filipinos se hacen perdonar su naturaleza juerguista. Estados Unidos dejó ciertos credos democrátic­os por escrito, una debilidad por la dictadura conyugal de los Marcos –esquilmaro­n Filipinas entre 1965 y 1986– y el gusto por el cine. Ya lo decían los obispos de Franco: ¡cuánto daño irreparabl­e causa Hollywood!

En Metro Manila o en Zamboanga, los filipinos de una sesión doble de cine hacen una parranda. No se exige tagalo: el malo tiene pinta de peor y muere al final –de forma indecorosa, por lo general– gracias a algún justiciero solitario cuya violencia es acogida con gritos de apoyo por la sala. Harry el sucio es un niñato al lado de los “buenos” filipinos. ¡Qué balazos entre ceja y ceja!

Ferdinand Marcos llegó al palacio de Malacañang para terminar con la injusticia social y se quedó 31 años. Murió en el exilio pero su esposa Imelda es congresist­a y su primógenit­o, Bongbong, es senador, tan ricamente electos. Después, Cory Aquino, la gran esperanza: no resultó –“demasiado blanda”, decían– y confiaron en un actor (Joseph Estrada) que en tres años dio el petardazo: el good guy se creía el rey del mambo (y el erario). Este mayo, los filipinos votaron a Rodrigo Duterte, otro “justiciero” de los que levantan a la platea de sus asientos. Hasta la próxima sesión.

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