La Vanguardia (1ª edición)

Pokeidiota­s

- Susana Quadrado

Alguien tenía que decirlo. Nos estamos volviendo idiotas. Un amigo me pasa por correo electrónic­o un enlace de una noticia publicada en un diario digital. “Por si te vale”, me escribe. Abro el link y leo: un camarero de Ravenna (Italia), Loris Pagano, de 27 años, gana 15 euros la hora atrapando pokémons. A este trabajo dedica tres horas al día. El resto de la jornada curra en el bar. No está mal, el negocio. El salario mínimo en España es de 21,86 euros al día, tres veces menos.

No es que crea que la gente no tiene que buscarse la vida. Lo que me subleva –y no me admira, perdóname, Monzó– es la fiebre Pokémon Go y lo que esta nos dice sobre cómo nos relacionam­os.

Da igual la edad, el género, la clase social y el nivel de ácido úrico. Ahí van todos por la calle. Cabizbajos, ausentes. Podría llorar a mares San Lorenzo, y ni se enterarían. Adocenados como borregos. Geolocaliz­ados. Forman una masa uniforme de individuos que, aunque se creen con la libertad de elegir, se mueven al dictado. Con los ojos clavados en la pantalla del móvil todo el día allí donde vayan. Esquivan farolas por no mirar donde deben, cuando no huyen de algún vecino cabreado o de la propia policía. Si se reúnen, la estampa resulta patética. A lo mejor entre los jugadores ni se dirigen la palabra. A lo peor, el de al lado les da igual que les da lo mismo.

Tragan los pokemaniac­os con el cuento de los beneficios que el juego tiene para la humanidad en general y para los

Que no nos hagan creer que podemos cazar fantasmas, porque acabaremos cazando moscas

gorditos en particular. Otra patraña. Si los índices de obesidad de un país dependen de Nintendo estamos apañados, y más cuando todos sabemos que de este tipo de aplicacion­es uno se descuelga por dos motivos: por aburrimien­to o porque te quedas sin dinero para seguir subiendo niveles sin hacer otro ejercicio que deslizar las yemas de los dedos sobre el cristal líquido.

Siempre he pensado que si quieres que un hijo levante el culo del sofá sólo tienes que darle un balón y que corra. Dale un palo, si no, para que juegue a gladiadore­s con otros niños, o unas raquetas para que se apunte un par de sets en la playa... Mejor aún, descubre a pie una ciudad con él, o un lugar inexplorad­o y alejado, y goza de lo que eso os hace sentir juntos.

Esto sí es real, y no esos seres horrendos que viven en la realidad aumentada.

Que no nos hagan creer que podemos cazar fantasmas, porque acabaremos cazando moscas. El ser humano no ha tenido ni tendrá nunca superpoder­es. Podrá viajar sin moverse de casa con la realidad virtual, incluso podrá hacer el amor con un holograma si quiere. Pero todo eso no será real, sólo un engaño a los sentidos.

Le animo, lector, a que no participe de la comunidad Pokémon Go ni de esa fraternida­d universal que se le supone. Durante un tiempo, se sentirá como si viniera de Ganímedes, como Charlton Heston ante el senado de gorilas en El planeta de los simios. No se preocupe, lo superará. Nos estamos volviendo idiotas. No es la tecnología, estúpidos, sino la especie humana involucion­ando.

Alguien tenía que decirlo.

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