La Vanguardia (1ª edición)

Le Dôme, entre un centenar

- RAFAEL POCH París

Le Dôme es un bar restaurant­e del XVII arrondisse­ment. No es, ni de lejos, el barrio más salado de París. Siendo una maravilla, su terraza, que penetra como la proa de un barco en la confluenci­a de la Avenue de Villiers con el Bulevard de Courcelles/Batignolle­s, es sólo una entre centenares de terrazas parisinas. En Barcelona, que carece de estas esquinas, sería objeto de culto. Aquí pasa desapercib­ida.

La Plaine Monceau, la zona de esta terraza, junto al prodigioso parque del mismo nombre, fue una zona de nuevos ricos a finales del XIX. Hoy quedan aquí algunos de los inmuebles y apartament­os más suntuosos de París. La plaza de l´Étoile y su arco de triunfo quedan a dos kilometros a estribor. El Sacré-Coeur, que casi se ve desde las sillas, y Montmartre, a otro tanto a ba2007 bor. Pero sin necesidad de levantarse de la silla o caminando apenas una docena de pasos, uno se topa con algunas maravillas de la banalidad parisina. Ahí enfrente, junto a un quiosco y la boca del metro, un tiovivo. De los de antes y con niños. Este es un país que aún tiene una demografía viva. Aún hay estado social, política familiar y la suficiente alegría de vivir como para tener hijos. Se nota también en el público juvenil –y, por desgracia muy fumador– que anima el lugar con sus voces y sus risas.

A la izquierda, por la pequeña calle Levis, un arroyo comercial siempre animado con sus puestos de frutas y verduras (la fruta local es siempre mejor que la de importació­n y la española que llega, mejor que la que se consume en la propia España), está la panadería Delmontel, que en el recibió el premio a la mejor baguette (barra) de París. Algo serio. Ahí puede comprarse una de las mejores tartitas de limón de la ciudad. La opera, de chocolate, no está mal, pero es mejor la de la calle Prony, quinientos metros más allá. Para las de manzana, hay que cruzar el bulevard y acercarse a un local que se llama La Petite Rose, propiedad de dos señoras japonesas, que también ganaron el premio a la mejor tartita de manzana de la capital hace unos años...

Esta lista de maravillas podría alargarse para configurar la banalidad del París intramuros que, con todos sus problemas de contaminac­ión y de robo de alma que significa el turismo de masas, es algo así como la quintaesen­cia de la ciudad orgánica. Un espacio en el que la vista no cesa de posarse sobre lugares y estampas bellas. También San Peterburgo es bonito, pero no es orgánico (lean lo que Diderot escribió sobre esa Brasilia del XVII: le falta gente). Para Berlín, lean Crematorio, de Rafael Chirbes: en dos párrafos retrata aquel funeral prusiano.

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MANÉ ESPINOSA
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