La Vanguardia (1ª edición)

Amor y muerte en el alma

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Agosto aún no se había consumido, pero Diana de Gales confesó a sus íntimos que aquel verano del 97 había sido el más feliz de su vida. Tenía treinta y seis años y por fin había encontrado su peinado: un corto desfilado con flequillo, y libre de aquellos crepados cursilones y viseras ladeadas tras las que escondía su vértigo. A finales de los noventa, las princesas llevaban bañadores de leopardo en los yates, no como ahora que o bien se ponen flores en el pelo, al estilo de las nuevas damiselas de Mónaco, o se parapetan tras el eterno femenino como la mayoría de

royals europeas, que visten como sus madres o como sus hijas. Diana mostraba piernas torneadas y una ligera tripita de perfil. Había dejado de mirar de reojo. También había dejado de vomitar. “La cabeza en el váter”, así le describía a su biógrafo Andrew Morton su crucero de luna de miel, en el Britannia .Oenel Azur, en las costas de Mallorca, donde quedó inmortaliz­ada en una foto con Juan Carlos, ambos embelesado­s y joviales, los niños sobre las rodillas, el Mediterrán­eo a ras de suelo, tan ajenos al destino que les aguardaba de cuclillas. Pero en aquel verano más feliz de su vida, Diana sintió recuperars­e como mujer y por ello entendía ser amada públicamen­te, ratificada para disipar el fantasma que la persiguió, desde que llegó con su cuello lánguido, tan sencilla y discreta, a Buckingham Palace. Un matrimonio arreglado de los que ya no suelen estilarse en las cortes, aunque sí en otros estratos sociales por razón de pertenenci­a a una élite, un código silenciado que se practica en los salones de plata pulida, perpetuand­o la austera omnipotenc­ia de esos personajes de Henry James que anteponen “el pensamient­o puro, frío y sutil” a la sorpresa y al idealismo.

A Diana la casaron, y tuvo que enamorarse del protagonis­ta con urgencia. La noche antes de la ceremonia vomitó sin parar, dijo sentirse “como un cordero entrando al matadero”. Luchó contra la bulimia mientras duró el cuento: una jovencita tierna y virgen es entregada al príncipe de Inglaterra; ella se encandila, él la detesta. Debe sobreponer­se al desprecio, activando un manual de superviven­cia que incluye desde desfiles de moda y campañas de minas antiperson­a hasta hombres apuestos pero cobardes. El pánico escénico se convierte en adoración por la escena. Divorciada de Carlos, se crea un nuevo yo y dirige su imagen. Empática y compasiva como la muestran sus fotos en Uganda o Angola, pero también rockera y frívola, amiga de Gianni Versace y Mario Testino, estrena una colección de amantes y se permite sentirse sexualment­e deseada porque, según sus biografías, el sexo apenas fue perceptibl­e con Carlos. Pero no abandona la idea del amor salvador.

A Diana, la familia Al Fayed la agasajó ni tan siquiera como a una sino igual que a una diosa. En una lujosísima villa situada en Les Parc de Saint-Tropez, a bordo de un yate, el Jonikal, comprado exclusivam­ente para aquellas vacaciones, con regalos y delicadeza­s, Dodi, el hijo mimado y playboy, excocainóm­ano, amigo de actrices y modelos, la abrazaba en cubierta y al tiempo abrazaba su desdicha y su fama, el imán de la popularida­d y el estigma de la princesa del pueblo. Ella alentó a que se publicaran las fotos en todo el mundo. Llamó al fotógrafo, “¿por qué han quedado tan borrosas?” . Estaba necesitada de un anuncio de felicidad. Pero se solapó con el de su muerte, en el puente de l’Alma, un nombre que se hace difícil olvidar, igual que el huso de la rueca, la calabaza convertida de nuevo en carroza, la manzana envenenada, el manto de la fatalidad echado sobre la piel blanca de la princesa. El mismo que condujo a Diana hacia la muerte, acompañada por la ilusión del nuevo amor y una caravana de paparazzi.

En aquel verano más feliz de su vida, Diana de Gales sintió recuperars­e como mujer y por ello entendía ser amada públicamen­te Dodi al Fayed, el hijo mimado y playboy, la abrazaba en cubierta y al tiempo también abrazaba su desdicha y su fama

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PHILIP RAMEY PHOTOGRAPH­Y, LLC / GETTY
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MICHEL DUFOUR / GETTY Arriba, Diana y Dodi al Fayed escondiénd­ose en el coche y paseando. Abajo, Diana de Gales, Dodi al Fayed y el príncipe Enrique en un paseo en lancha en Saint-Tropez el mismo verano en que la pareja falleció en un trágico accidente en París el 31 de...

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