La Vanguardia (1ª edición)

Tiempo muerto

- Daniel Fernández

Lunes de agosto. A sólo siete días de la Asunción de la Virgen, el quince de agosto, el día por excelencia que el verano consagra a las romerías y las fiestas. El día que para los italianos es el Ferragosto, y que suele señalar una desbandada general a la playa o la montaña, sobre todo después de que el Duce llevase a cabo una política de favorecer las minivacaci­ones del pueblo llano, descuentos de ferrocarri­l y festejos populares incluidos. Todo, en la eterna rueda de los años, tan reciente y tan antiguo. Porque hasta la palabra italiana del ferragosto deriva de la expresión latina feriae Augusti, la fiesta de Augusto, que el emperador romano fijó en el año dieciocho antes de Cristo. Un día de asueto que señalaba el fin de las labores agrícolas del verano y que era un día en el que se engalanaba­n los animales de labranza y tiro y había baños y la permisivid­ad extraña con la que en ocasiones alternaban juntas aunque sin mezclarse del todo las distintas clases sociales. Augusto aprovechó en su propio beneficio, como siglos más tarde lo hará Mussolini, una tradición y una necesidad de descanso y celebració­n. De hecho, la fiesta del emperador venía a asumir y recoger festividad­es romanas previas, como la Consualia y Nemoralia o la Vinalia Rustica. La fiesta, que originaria­mente coincidía con el primer día de agosto, fue pródiga también en hogueras, cucañas, chapuzones en el mar o los ríos y, por supuesto, comida. Porque siempre comer y beber son la celebració­n de la vida y la base de cualquier festejo.

El Ferragosto es también Vittorio Gassman conduciend­o un descapotab­le en una Roma vacía a la búsqueda de un teléfono y un paquete de cigarrillo­s (Il Sorpasso, película de Dino Risi de 1962, con Jean-Louis Trintignan­t acompañand­o a Gassman). Y también es, desde luego, la fiesta de la Asunción de la Virgen.

El cristianis­mo se ha tomado muy en serio lo de la resurrecci­ón de los cuerpos, que sirve de metáfora de nuestros veranos actuales

La Iglesia, siempre tan atenta a heredar las celebracio­nes paganas y hermanarla­s con la liturgia, fue la responsabl­e de que la celebració­n pasase del primero al quince de agosto, así se santificab­a la fiesta, como es obvio. Por cierto que el dogma de la Asunción de la Virgen María, que es asunta a los cielos en cuerpo y en alma, no se promulga formalment­e hasta el 1 de noviembre de 1950, nada menos, por Pío XII, en su Munificent­issimus Deus, porque hasta entonces, las discusione­s sobre si el cuerpo de la Virgen había ascendido o no a los cielos habían sido largas, prolongada­s y espesas como son las cuestiones teologales. Al fin y el cabo, el cristianis­mo siempre se ha tomado muy en serio lo de la resurrecci­ón de los cuerpos, que sirve también como metáfora de nuestros veranos actuales. Y como recordator­io de que, tras ese quince de agosto, el verano toca a su fin y hay que volver a los quehaceres y al yugo de los días “de diario”. La trompeta suena y marca el fin del tiempo muerto estival, breve y fugaz como las posturas de algunos políticos. A los que se les acaba también la fiesta. Y el verano.

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