La Vanguardia (1ª edición)

El asesino del Nilo

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El sonido del hambre es un sollozo neutro y sostenido, con apenas altibajos, que suele venir acompañado de otros muchos, porque pocas veces un niño malnutrido se consume solo. Sus madres, en cambio, guardan silencio. Aliza John sostiene delicada la cabeza de su hijo, Jal Puok, que la mira con los ojos fijos y llora con la boca abierta. De vez en cuando, Aliza descansa el mentón sobre la palma de la mano y le observa. Callada. Le intenta dar leche, pero Jal, que tiene un año y pesa cuatro kilos —como un recién nacido regordete en España—, la vomita y el líquido le desciende por la mejilla hasta unas llagas en el cuello.

El hambre despierta esa duda: crea realidades tan ásperas, tan ausentes de piedad, que el periodista se enfrenta a la disyuntiva de si la escena no es demasiado cruda para empezar un reportaje en pleno mes de agosto. Quizás así: cuando pregunto al nutricioni­sta Michael Lam Majok si el pequeño se va a salvar, dice que él cree que sí.

La nueva fase de la guerra que se desató el 8 de julio en Yuba, y se contagió rápidament­e a otras zonas ya castigadas del país, ha cambiado las previsione­s de sopetón. Inicialmen­te, Unicef había pedido ayuda para atender a 166.000 niños. Después de las últimas semanas de violencia, la organizaci­ón ha tenido que revisar la cifra hasta los 250.000. Siete de los diez estados de Sudán del Sur han rebasado la línea roja del 15% de niños malnutrido­s y en alguno la cifra incluso supera el 33%.

En el hospital de campaña del centro de protección de civiles PoC1 de Yuba, todas las camas están ocupadas. Nyaboth Banak, de 30 años, comparte el colchón con tres hijos, aunque no hace falta preguntar por cuál de ellos está aquí. Kassara Simon, el mediano, de cinco años, pesa ocho kilos y 800 gramos y le sobra camiseta naranja por todos lados. Son de Bentiu, en el norte del país, y Nyaboth cuenta que cuando su aldea fue atacada por soldados del Gobierno, huyó con sus hijos a Yuba y los hombres se quedaron a luchar. Fue testigo de cómo disparaban a niños, pero no fue lo peor: “Estaba

Cruzado por el Nilo, el país tiene su estación del hambre, agosto: la comida se acaba y aún no hay cosechas nuevas La escalada de violencia en Sudán del Sur ha disparado la malnutrici­ón infantil y también las alarmas: la región no se puede permitir otro Estado fallido

escondida entre los arbustos y vi cómo los soldados metían a hombres, mujeres, niños y ancianos en una choza grande. Después cerraron la puerta y prendieron fuego a la casa”. Su hijo mayor, de 13 años, que viste una camiseta rota del Milán, le escucha como quien oye una canción.

El hambre de Sudán del Sur no es como otros hambres. El rugir de tripas no aparece como en otros lugares por una sequía, una plaga o un suelo infértil. En el país más joven del mundo, el hambre es culpa del miedo. Si no hubiera guerra, nadie debería morir de hambre en un país de tierra generosa y atravesado de sur a norte por una arteria de vida como el río Nilo. Pero la hay.

La violencia provoca éxodos masivos, deja campos sin cultivar y sube los precios. La inflación, que machaca los bolsillos de los nadie, ha multiplica­do por cinco el coste de alimentos básicos en apenas un mes y medio. Muchas familias —casi la mitad de los 12 millones de habitantes— no tienen dinero para comer y dependen de la ayuda humanitari­a.

Nyaboth se queja de que sus hijos comen lo mismo desde hace dos años. “Siempre alubias; sólo una vez en dos años comimos otra cosa: alubias amarillas”.

Rakesh Sivatsura, médico indio a cargo del PoC3, va de un lado al otro de la sala de malnutrici­ón. No baja la guardia ni un instante. Vigila que las madres insistan en dar de comer a los bebés porque algunas se desesperan y dejan de intentarlo. De pronto, se para junto a Nyakanday, una niña de un año que es apenas piel y hueso. Su madre ha dejado un ventilador encendido y la corriente le da directo en la piel descubiert­a. “Es peligroso que le dé el aire así, estos niños están tan débiles que cualquier cambio de temperatur­a les puede provocar un colapso”. Más que mantenerse alerta, Rakesh se está preparando. “Aún no hemos visto lo peor. Agosto es el pico de la estación del hambre, cuando la poca comida en las despensas se termina y aún no hay cosechas nuevas”.

En Sudán del Sur llevan tanto tiempo apretando los dientes que el hambre, el asesino del Nilo que siempre vuelve, hasta tiene una estación.

Aunque tenga su raíz en el miedo, el hambre en Sudán del Sur tiene otros motivos. Que la guerra es un buen negocio es uno de ellos. Desde que la paz se quebró en el 2013 (la falta de cultura democrátic­a de unos líderes que han vivido toda su vida en las trincheras está arriba en la lista de razones), el Gobierno de Sudán del Sur ha gastado cientos de millones de dólares en vehículos de guerra y armamento militar.

El techo destrozado de una fábrica de botellas de agua a las afueras de la capital se chiva de que probableme­nte la reciente batalla de Yuba se libró también desde el aire. En el 2014 y el 2015, el presidente Salva Kiir compró cuatro helicópter­os de ataque Mi-24, al menos tres de ellos a una compañía ucraniana por casi 43 millones de dólares. La fuerza aérea no sólo ha dado una ventaja decisiva al Gobierno en su lucha contra los re-

beldes: según informaron medios locales, hace un mes esos helicópter­os fueron responsabl­es de la muerte de decenas de civiles en la capital. Firmas chinas también han comido pastel: hace dos años, la empresa Norinco vendió 40.000 armas, 2.400 granadas y dos millones de cartuchos al Gobierno sursudanés por valor de 38 millones de dólares. Compañías canadiense­s, ugandesas —aunque se sospecha que como intermedia­rios de Israel— y rusas han cerrado acuerdos similares con el Gobierno.

Más allá del hambre que provoca el conflicto, o que Sudán del Sur no tenga para escuelas en un país analfabeto (el 85% de la población) y varios hospitales no puedan pagar la gasolina de los generadore­s, todos esos acuerdos millonario­s de venta de armas al Gobierno son perfectame­nte legales. Aunque los países europeos llevan años reclamando un embargo de armas en el país, el Consejo de Seguridad de la ONU no lo ha aprobado. Estados Unidos, uno de los principale­s apoyos gubernamen­tales durante el proceso de independen­cia, ha utilizado su capacidad de veto para evitar un embargo sobre sus aliados. Las justificac­iones de Washington son varias: con un país tan repleto de armas, donde hasta los pastores llevan un kaláshniko­v al hombro, un embargo apenas tendría efecto a corto plazo, invitaría al Gobierno sursudanés a activar una escalada de violencia para aprovechar su superiorid­ad momentánea y, sobre todo, avivaría el mercado negro por sus porosas fronteras, a menos que los países vecinos estuvieran por la labor. Y no lo están.

Hace dos años, la organizaci­ón de investigac­ión de armamento Conflict Armament Research analizó cientos de armas pesadas que habían sido lanzadas en paracaídas a territorio rebelde pero habían llegado a manos equivocada­s. El resultado fue rotundo: habían sido fabricadas en el vecino Sudán. A eso habría que sumar la venta de armas desde los jugosos canales clandestin­os. A finales de julio, la policía española detuvo a un ciudadano polaco en Eivissa, acusado de tráfico de armas: había vendido en Sudán del Sur 200.000 fusiles AK-47, lanzamisil­es y blindados.

La buena noticia para madres con niños consumidos como Aliza y Nyaboth es que no importan. Literal. El futuro de Sudán del Sur no depende de la importanci­a de la vida de sus ciudadanos para la comunidad internacio­nal—que se ha demostrado cínicament­e escasa—, sino que es una cuestión de seguridad mundial. Ahí puede estar su oportunida­d. La semana pasada, líderes de África del Este aprobaron el envío de tropas para pacificar Yuba porque la región no puede permitirse otro Estado fallido a un traspié de desastres como República Centroafri­cana o Somalia. Occidente tampoco. El total colapso de Sudán del Sur supondría una mayor ola de refugiados hacia países vecinos como Uganda, Kenia, Sudán, Etiopía y Congo, además de una nueva puerta de entrada descontrol­ada de armas y desestabil­ización.

En la Casa Blanca interesa un Sudán del Sur estable. No sólo porque es un Estado simpático por su población mayoritari­amente cristiana (un 70%, aunque muchos comparten esa fe con creencias locales) en contraposi­ción con el islamismo de ala dura de Sudán, que acogió durante años a Osama bin Laden. Para Washington, Sudán del Sur ha sido en los últimos años un aliado clave como Estado tapón ante el avance del yihadismo en África.

Y la cada vez mayor influencia del Estado Islámico en Nigeria, donde acaba de propiciar un cambio de líder en Boko Haram, o las batallas internas en la banda somalí Al Shabab entre partidario­s de Al Qaeda o los favorables a cambiar y hermanarse con el Estado Islámico animan a tomarse en serio la amenaza.

No sólo es el miedo al caos. También es que un Sudán del Sur estable puede ser un aliado de fiar contra el yihadismo global: la sociedad sursudanes­a se ha opuesto históricam­ente al avance del islam radical, que asociaban con las atrocidade­s cometidas por Sudán del Norte durante las dos guerras civiles. En ese tablero, la ficha sursudanes­a no se puede desperdici­ar.

Por eso, cuando hace un mes la batalla estalló en Yuba, sonaron los teléfonos de Pekín y Moscú. La semana pasada, funcionari­os de Estados Unidos se reunieron con sus contrapart­es rusos y chinos en la ONU para discutir la posibilida­d de, esta vez sí, aprobar un embargo de armas en Sudán del Sur.

El Gobierno de Sudán del Sur se ha gastado cientos de millones de dólares en armamento desde el 2013

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XAVIER ALDEKOA ALBERT GONZALEZ FARRAN Hambre. Aliza John sostiene en su cuerpo a su delicado hijo, Jal Puok, aquejado de malnutrici­ón. Los médicos creen que se salvará
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