Historias de afiladores
Es uno de aquellos primeros días de vacaciones en los que no duermes muy bien porque te han quedado cuatro cosas por rematar o porque ya empiezas a relajarte y del cansancio acumulado te dan pesadillas. Hacia las nueve y media o diez de la mañana, estoy tonteando en la cama y oigo una grabación que se acerca con el runrún de una bobina que gira (la debían de grabar hace años con un casete). Suena el silbido característico del afilador que sube toda la escala y la baja del revés. A continuación se oye una voz enlatada: “¡Ya está aquí el afilador! Se afilan cuchillos, navajas, tijeras, hachas, machetes. Todo tipo de instrumentos de cocina. Cortadoras de fiambres”. Hachas, machetes y fiambres combinan de una manera muy fea. La grabación se emite desde un coche o una furgoneta (la fragoneta típica de la venta ambulante) y oigo la voz que se va acercando: “¡Ya está aquí el afilador! Se afilan cuchillos, navajas, tijeras, hachas, machetes”. Ya está bajo mi ventana. Si en ese momento llaman al timbre, abro la puerta y me pinchan con una cortadora de fiambres, no me sacan sangre.
Quedo tan impresionado que paso unos días cavilando sobre afiladores. Me viene a la cabeza aquel libro de poemas que Rafael Argullol publicó hace unos años que en catalán se titulaba L’afilador de ganivets. ¿Cómo se le ocurrió un título así? En catalán siempre se ha dicho l’esmolet, con una connotación estupenda: es l’esmolet que esmola hachas, machetes, etcétera y también el tipo avispado, vivaracho, esmolat. Todo eso se pierde si dices l’afilador. Además, L’afilador era un mal título para un libro de poemas porque parecía una marca de cazalla (de hecho, existe un orujo, y no de los mejores, que se llama El afilador). L’afilador de ganivets y andando.
Mientras estoy sumergido en estas reflexiones vuelvo a oír el silbido del afilador. Pienso: ya vuelven a rondar por aquí los de la cortadora de fiambres. Pero no, es un afilador de los de toda la vida, que va con una moto, con las muelas montadas en la parte de atrás: las conecta con una correa a la rueda, que actúa como árbol de transmisión. Lleva unas gafas acojonantes, de montura cuadrada, que parecen hechas con piezas de Lego, con protecciones laterales para las chispas. El tipo me pregunta si tengo algo para afilar (yo voy vestido de excursión) y acto seguido: “También hago videoclips”. Me pasa una tarjeta con los símbolos de YouTube, Twitter y Facebook. Al primer golpe de tramontana ya he perdido la tarjeta. Pero se me ha quedado el nombre –Ángel Torrea, el afilador del Maresme Costa Brava– y cuando vuelvo de la montaña, entro en YouTube y selecciono el videoclip que más me gusta para explicarlo aquí. Se titula Ángel tomando café con Montse y desde el punto de vista videográfico es el reverso de las historias de pizzeros del cine porno. El afilador aparece tocando el silbato y pilla a Montse en deshabillé. En lugar de subirle la pizza es la chica la que baja el cuchillo a la calle. “El otro día te oí y te me escapaste. Y hoy no he tenido tiempo ni de vestirme”. “Hay cosas que no se aprenden en los libros”, que decía mi padre cuando me veía siempre leyendo.
“¡Ya está aquí el afilador! Se afilan cuchillos, navajas, tijeras, hachas, machetes, cortadoras de fiambres”