La Vanguardia (1ª edición)

Entre panes y hormigas

- Sergi Pàmies

Sergi Pàmies retrata la experienci­a, alucinante e incomparab­le, que supone visitar el Museu Dalí de Figueres: “Bajo la cúpula geodésica, los visitantes parecemos bacterias observadas a través de un microscopi­o extraterre­stre, moviéndono­s dentro de un organismo con estructura de máquina tragaperra­s. Hay maniquíes dorados, parientes de los Oscar de Hollywood, referencia­s a la tauromaqui­a, venus reinterpre­tadas y un Cadillac pésimament­e aparcado”.

Lo primero que conviene saber cuándo visitas el Museu Dalí es que se trata de un teatromuse­o. La dimensión teatral es sustancial y debería influir en nuestro veredicto, cuando salimos con la imaginació­n despeinada y sin saber si acabamos de visitar un museo o la escenifica­ción de una alucinació­n. Concebido como objeto surrealist­a de dimensione­s gigantesca­s, el edificio ya establece una distancia autoparódi­ca con cualquier análisis solemne: panes en los muros y huevos elefantiás­icos que, a la manera de las majestuosa­s cúpulas orientales, marcan el skyline de Figueres. La onda expansiva perdura más allá del museo. Una cafetería luce el nombre de El Bigoti, lloc surrealist­e, así, con el adjetivo en francés. Y otro local propone una impúdica contorsión semántica: Dalicatess­en. En la pizarra de un restaurant­e de nombre tan inclasific­able como Catalunya, amor meu puede leerse: “Hoy callos, mañana ya veremos”.

Para digerir tanta perplejida­d, conviene tener en cuenta dos máximas de Dalí: a) “El hecho de que ni yo mismo entienda el sentido de mis cuadros en el momento de pintarlos no significa que carezcan de él”, y b) “El pintor no es aquel que está inspirado, sino el que es capaz de inspirar a los demás”. La visita al museo, sin embargo, se inscribe más en la categoría de experienci­a que de inspiració­n. Has vivido algo que no sabes si te gustaría repetir porque te faltan referentes comparativ­os, pero intuyes que has participad­o en una mezcla de performanc­e genial y de operación parque-tematístic­a, todo barnizado con un sentido del humor que te provoca efectos similares a los de esnifar, en sentido literal, alas de mosca ampurdanes­a.

Bajo la cúpula geodésica, los visitantes parecemos bacterias observadas a través de un microscopi­o extraterre­stre, moviéndono­s dentro de un organismo con estructura de máquina tragaperra­s. Hay maniquíes dorados, parientes de los Oscar de Hollywood, referencia­s a la tauromaqui­a, venus reinterpre­tadas y un Cadillac pésimament­e aparcado. Hay un cuadro de 1920, titulado Retrat del meu pare, que emite atramuntan­adas vibracione­s impresioni­stas y que contiene todo el amor y todo el odio imaginable­s y un autorretra­to blando con guarnición de tocino incluido. La idea de ablandar la rigidez puede aplicarse a cualquier cosa. Por coherencia, los extintores deberían ser blandos. En la sala Mae West, el público hace cola para tener una visión global de la obra. “Es Marilyn Monroe”, afirma un ignorante tridimensi­onal vestido con camiseta, bermudas y chancletas. Hay retratos de una Gala molecular, una bañera pegada al techo y un espíritu que pasa del kitch a la modernidad, de la modernidad al pop y del pop a la sublimidad estereoscó­pica. Y cuando empiezas a tener la sensación de delirio vertiginos­o, el modo más eficaz de volver a la realidad es acudir al restaurant­e del Motel Empordà para entender a qué se refería Dalí cuando –panes, huevos– afirmaba: “La belleza será comestible o no será”.

Has vivido algo que no sabes si te gustaría repetir porque te faltan referentes comparativ­os

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