La Vanguardia (1ª edición)

Los muertos

- Antoni Puigverd

En una novela gótica, La casa de las siete tejados (Randhom House), Nathaniel Hawthorne sostiene que “la vida está hecha de mármol y barro”. La frase es muy simbolista para el gusto irónico y desganado de nuestra época. Pero da en la diana: el mármol equivale a la nobleza y el barro a la miseria. Nuestras vidas suelen mezclar bondad y mezquindad, inteligenc­ia e ignorancia, coherencia e incongruen­cia. ¿Todas las vidas contienen mármol y barro? No todas. Algunas personas sólo colecciona­n barro o heces (este tipo de vida excrementa­l no es más abundante hoy que ayer, aunque sí son muchos más los que hoy en día la ensalzan).

También hay vidas excepciona­lmente nobles. Tipos que no disocian lo que dicen de lo que hacen, que destinan la mayor parte de su esfuerzo a la comunidad; que en vez de hacerse una selfie, se ofrecen para hacer la fotografía. Tipos que, si defienden la libertad de expresión o una lengua perseguida, no lo hacen para obtener reconocimi­ento, sino para dignificar la vida social. Cuando estas vidas se extinguen, les correspond­e el mármol de las estatuas.

Este es el caso de las dos personalid­ades

Eran pájaros silvestres y ahora que están muertos los atrapamos en la jaula colectiva

catalanas que han muerto esta semana. El profesor Jordi Carbonell, que ha dedicado apasionada­mente su vida a la pervivenci­a de la lengua catalana. Y el periodista Narcís-Jordi Aragó, que la ha dedicado fervorosam­ente a la pervivenci­a del legado cultural de Girona.

Todo el mundo ha recordado la famosa frase de Carbonell: “Que la prudència no ens faci traïdors!”. Pero más importante­s fueron sus actos: durante la dictadura tuvo que renunciar a la vida universita­ria por mantenerse fiel a la lengua catalana. Cuando la mayor parte de los catalanes se resignaban (por miedo, impotencia o desidia), Carbonell se comportó como un hombre digno, como un héroe. Por ser dignamente catalán, arriesgó la callada mediocrida­d a la que tantos catalanes se agarraban. Otro tanto hizo Aragó. Su devoción por el periodismo libre y el cultivo amoroso del legado cultural gerundense lo convierten en una figura poco representa­tiva de una ciudad que ha callado mucho. Una ciudad que antes era gris y ahora es muy decorativa, pero que dejó perder buena parte de la obra del arquitecto Masó.

Los muertos, cuando todavía estan tibios, suscitan en los países mediterrán­eos unas necrológic­as ditirámbic­as. Se entiende que sea así. Los mediterrán­eos, agrupados siempre en familias, facciones y cordadas, no soportamos fácilmente la libertad individual y nos cuesta horrores reconocer a los individuos que destacan. Por eso necesitamo­s los grandes funerales. Enterrar bien a los personajes singulares es una manera de reconducir­los y hacerlos nuestros. Eran notas libres; pero gracias a las enfáticas notas necrológic­as conseguimo­s que formen parte de nuestra melodía. Eran singulares y ahora los empujamos a la fosa común. En vida fueron pájaros silvestres y ahora que están muertos los atrapamos en la jaula colectiva.

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