La Vanguardia (1ª edición)

Sopas y sudores

- Albert Molins

Sí, es verano y hace calor. ¡Vaya novedad! Pero para cenar ayer me metí, entre pecho y espalda, una humeante sopa de pescado. Me encanta. Sobre todo la que hace mi señora madre. Cuatro horas tarda en cocinarla, pero vale la pena. Y es que no hay mejor patria que la cocina de una madre. De todas formas, imagino que la imagen de alguien comiendo una sopa bien caliente en plena canícula les debe de tener a todos ustedes horrorizad­os y sudorosos, mientras se toman sus gazpachito­s, sus vichyssois­es y sus sopas frías de melón.

Me dirán que en verano apetecen más las cosas fresquitas, mientras se comen una paella o una fideuá de dudosa calidad –platos ligeros sin duda–, en un chiringuit­o de playa bajo un refrescant­e sol abrasador y con la ayuda de litros de alcohol, que ya se sabe que esta es la única manera razonable de que determinad­as paellas transiten gaznate abajo.

Y suerte que por estas latitudes sólo hace calor tres meses al año. ¡Pero es que una sopa caliente en verano hace que sudes!, me dirán. ¿Y qué problema hay? Sudar, si se observan las más elementale­s normas de higiene, no tiene nada de malo. Es de lo más saludable, aunque olviden lo de que ayuda a eliminar toxinas, que no es cierto. Y además, las sopas –frías o calientes– hidratan. Los litros de sangría peleona con que nos empujamos las paellas, todo lo contrario. Con todo el respeto, me permito hacerles la observació­n de que en países como Vietnam, Venezuela, Tailandia y otros hace calor siempre, y comen sopas calientes todo el año. Y picante. Pero de nuestra aversión al chile, ya si eso, les sermoneo otro día.

Y qué me dicen de un buen marmitako. La temporada del bonito, su ingredient­e principal, es de junio a octubre. O sea, que es ahora o nunca.

Yo no dejo pasar un verano sin comer la sopa de pescado de mi madre o un buen suquet. Y el sol, bien lejos.

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