Cuando la tierra ruge
En la falda del Vesubio viven tres millones de personas. La presencia del volcán les recuerda a diario que están allí bajo la latente amenaza de una erupción como la que arrasó la antigua Pompeya, pero los vecinos siguen con sus vidas cotidianas y hacen planes para el futuro. Parece una mezcla de desafío e inconsciencia. También podría ser mera resignación ante un riesgo que han interiorizado durante siglos como inevitable. De forma periódica, el Lacio y la Umbría sufren los efectos devastadores de un terremoto. Los habitantes de esas regiones italianas lo saben y, si se paran a pensarlo dos veces, pueden admitir racionalmente que tienen muchos números para vivir una experiencia desgraciada como la ocurrida. Pero, en este tipo de situaciones, el optimismo innato del ser humano nos echa una mano y enseguida pensamos aquello de “sí, pero a mí no me va a pasar”.
Aún conmocionados, los italianos se interrogan sobre si era evitable la tragedia. El mismo terremoto en Chile o Ja- pón no sería hoy noticia, pero en Italia el 70% de los edificios no está preparado para soportar un seísmo. En Amatrice o Pescara del Tronto, las ruinas de las casas han dejado al descubierto la fragilidad de sus techos y paredes. Son pueblos con mucha historia, una larga historia de gentes humildes. No sólo Roma es eterna, toda Italia lo es. Y de vez en cuando la naturaleza se venga de esa voluntad de permanencia. Sería imposible demoler centenares de pueblos para rehacerlos enteros, pero, a raíz del terremoto de L’Aquila, los políticos dictaron normas para dotar las nuevas edificaciones de medidas antisísmicas. Esas leyes no se han cumplido, la corrupción ha sobrevolado algunas reconstrucciones y, pese a las promesas de los primeros días, todavía hay muchos supervivientes que continúan ocupando casas provisionales. Las catástrofes naturales son inevitables, pero sus efectos no deberían caer en el olvido.