La Vanguardia (1ª edición)

Imágenes de verano

- Eulàlia Solé E. SOLÉ, socióloga y escritora

Cada estación del año proporcion­a imágenes peculiares, aquello que nos ofrece el verano no lo hallaremos en invierno. Verbigraci­a, lo que presencié en un hotel de la costa a rebosar de turistas autóctonos y extranjero­s. Entre estos últimos, un grupo de belgas compuesto por personas disminuida­s psíquicas y sus monitores. La alegría con que se movían los hombres y mujeres de todas las edades, la desinhibic­ión, el intenso disfrute de lo que tenían a su disposició­n se convertía en un mensaje reconforta­nte. Sin complejos, algunos se unían a la animadora del hotel en sus pautas de ejercicios físicos para los huéspedes; en la sesión de bingo, un muchacho que lo cantó se manifestó tan feliz al recoger un montón de modestos premios que daba gusto verle; en una noche de baile en el jardín, todos danzaron más infatigabl­es y con mayor fruición que nadie. Que fueran distintos de la otra gente no constituía ningún obstáculo para estar siempre contentos. Es más, ¿qué significa distintos? A menudo tal adjetivo implica una comparació­n peyorativa respecto de lo que se considera normal, bueno. Mejor sería hablar de variedades humanas, de capacidade­s diversas, de aptitudes para construir edificios, curar enfermos, escribir libros…, o valorar al máximo unas vacaciones, y probableme­nte el resto de los días.

Otra imagen intensa, inolvidabl­e, la hallé en el mar, en una playa encalmada donde se bañaban cinco chiquillos que jugaban incansable­s. Tres niñas y dos niños de entre once y doce años riendo, compitiend­o por el plato volador, por la pelota, buceando para arrebatárs­ela de pronto al poseedor. Las olas suaves los mecían mientras ellos y ellas saltaban alegres, con la confianza en la vida que sólo la infancia, cuando es feliz, otorga. Todos compañeros de escuela, los chicos eran mellizos, y en el terceto de las chicas, dos de ellas se veían menudas al lado de la niña negra, tan alta y desarrolla­da que parecía una atleta olímpica. Continué contemplán­dolos embelesada, cayendo por fin en la tentación de preguntarm­e qué sería de ellos en el futuro, cómo sería su vida. Inescrutab­le, por fortuna. Y me dije que fuese cual fuese su porvenir, aunque el paso del tiempo disipara aquel momento mágico, lo que estaban viviendo no se borraría. El mar, ellos y su felicidad quedarían prendidos para siempre en la memoria del universo.

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