La Vanguardia (1ª edición)

De ejecutiva a monja

Leire Quintana dejó su casa y trabajo en Madrid para entrar, con 37 años, en un convento de clausura

- CARINA FARRERAS Barcelona

En octubre del 2010, la abogada Leire Quintana (Bilbao, 1972) se despojó de su ropa habitual para cubrirse con los hábitos monacales. Tenía 37 años, familia, amigos, un piso en propiedad en Madrid y ejercía de directiva en una pequeña empresa. En ese momento, carecía de pareja e hijos. Permaneció cuatro años en un monasterio cistercien­se del norte de España conviviend­o con otras diez religiosas, todas españolas, dedicadas a la vida consagrada, como los 10.800 monjes y monjas que residen en los claustros en España. Pero su destino, como el de la protagonis­ta de Sonrisas y lágrimas, no era el monacato. Recuperó la ropa mundana y escribió su experienci­a (Una canción inesperada, Maeva).

Antes de la decisión “Tomé conciencia de la dimensión de mi insatisfac­ción cuando conseguí casi todo aquello que se supone que certifica la felicidad: un trabajo exitoso , una casa propia y un entorno afectivo”. Estaba trabajando en la escuela de ilustració­n infantil Ilustrate, una compañía pequeña de la que se convirtió en socia y que escogió porque, a diferencia de su trabajo anterior, una consultarí­a internacio­nal, cuidaba a sus colaborado­res y clientes. Entre otras actividade­s, organizaba talleres de lectura en la Casa Encendida o el Museo ABC de Madrid. El negocio creció, diversific­ó su actividad y entró en números negros. Todo eran celebracio­nes. “Sin embargo, yo no participab­a de la felicidad que sentían mis socios. Había una insatisfac­ción difusa, una vaciedad que también se manifestab­a en mis relaciones de pareja, que se desvane- cían al poco de comenzar”. Probó con la meditación zen, el yoga, relax... pero no lograba conciliar el sueño. “Era como un ruido interno que no me dejaba ”.

En un viaje de trabajo tuvo una imagen reveladora. Recordó el murmullo de la fuente en la que borbotaba agua sin cesar en la hospedería de un pequeño monasterio medieval en el que se alojó años atrás. Evocó los muros de piedra silencioso­s, el huerto y las voces de un coro femenino. Y la conversaci­ón con una monja de su edad que, con gran capacidad perceptiva, le habló de la posibilida­d de probar el monacato temporal sin compromiso mayor. “Recuerdo las emociones que se despertaro­n en mi interior tan intensas y contradict­orias. Pero era una verdadera locura: yo era creyente, pero estaba muy alejada de todo aquel mundo”. Tras el viaje, confesó su fantasía a una amiga. “¿Y si llegas a vieja sin haberlo probado?”, me preguntó. “Pensé que sería muy triste y que, por muy descabella­do que pareciera, tenía que admitir que tenía sed genuina de silencio, ganas de estar en la naturaleza y de formar parte de una pequeña comunidad”.

Sin comunicar el paradero de sus vacaciones de agosto a nadie se marchó al monasterio. “Dormí con un sueño reparador. Me dejé llevar por los olores y la rutina. Me gustó la compañía de esas mujeres fuertes y valientes. Siempre sonrientes. Emanaban una felicidad y armonía poco común. Pero ¿cómo interpreta­rían mi familia y amigos una decisión tan radical?”.

De vuelta a Madrid escribió. “Queridas hermanas... ¿me aceptaríai­s?” La noticia causó sorpresa. “Hoy resulta más comprensib­le la elección de retirarse a meditar a India que ingresar en un convento”. Y algo de tristeza. “Sé que mi madre lloró por mí y por los nietos que no tendría, pero comprendió y respetó”.

El monacato Entró en un monasterio pequeño. Diez monjas y la abadesa. Ella era la más joven (una novicia de su edad se marchó). “Al principio, cuesta aceptar todas las pérdidas. De buenas a primeras pierdes tu imagen física, dejas de tener tu estilo personal, dejas de lado tu identidad profesiona­l, pierdes tu rol social... adiós casa, familia y móvil. ¿Quién eres sin todo eso? Sufres. Luego descu-

bres que como nadie espera nada especialme­nte de ti, al perder tus roles, tienes la oportunida­d de volver a empezar”.

Las labores eran arduas y el horario, exigente. Había que atender los trabajos de la comunidad, las necesidade­s de las hermanas ancianas, el horno y la hospedería, tareas con las que se mantenían económicam­ente (de vez en cuando, recibía la ayuda de donaciones privadas). La rutina sometía a un esfuerzo medieval (véase el recuadro). Con todo, no fueron los rigores del trabajo los que desalentar­on inicialmen­te a Quintana, que se dio ocho meses de convivenci­a antes de anunciar el noviciado y, después, los votos temporales. “Pequé de ingenua. Pensé que la convivenci­a entre las monjas era natural y espontánea. Que sería tan fácil... Y no es así. La armonía hay que ganársela con mucha reflexión en la celda. Yo me sentía en conflicto permanente, aferrada a mi verdad. Sufrí hasta que llegué a experiment­ar que las otras personas son igual de humanas que yo, que su verdad es tan legítima como la mía. La verdad está en abrirte al otro”.

Sus nuevas hermanas resultaron ser mujeres cultas, algunas con formación universita­ria, y autónomas que hacían de la necesidad virtud, igual se instruían en las Escrituras como elaboraban un fertilizan­te natural o arreglaban un tractor. “Un día decidimos que no utilizaría­mos productos químicos en el huerto. Estudiamos el asunto y lo pusimos en práctica. Introdujim­os mariquitas. Pasamos horas observando los insectos. Fue impresiona­nte, algo difícil de entender. Nuestro aquí y ahora estaba concentrad­o en esa planta, toda la esencia del tiempo en una tomatera”.

Las monjas también fueron maestras. “Recibí abundantes críticas que yo no llevaba bien. Desde el hecho de colgarme alguna pequeña joya a lo que significab­an las faltas de impuntuali­dad o de comportami­ento. Me mostraban lo que no quería ver, sin acritud, pero con decisión. Yo aprendí a agradecerl­o”.

La disciplina y la obediencia resultaron sus campos de batalla. “Yo no tenía costumbre de recibir órdenes. Cuestionab­a todo y quería cambiar las normas. Por ejemplo, a las 10 de la mañana se repartían las tareas. Yo, con experienci­a en gestión de la organizaci­ón, creía que podía aportar un modelo organizati­vo más efectivo y me ofendía que no se tuviera en cuenta”. En otras ocasiones, el reparto del trabajo le parecía arbitrario. “Cuando me daban una tarea poco acorde con mis habilidade­s, como la cocina, pensaba que en la decisión pesaba algo personal. En la obediencia hay mucha sabiduría”.

Disfrutó del estudio (solfeo y canto, la Regla de San Benito, el monacato primitivo, filosofía y teología) y muy especialme­nte de las conversaci­ones que a primero de mes tenía con la madre abadesa.

Hortus conclusus, toda la vida transcurrí­a plácidamen­te en el jardín. El murmullo de la fuente sustituyó el ruido de su interior y se sentía una mujer más valiente, comprensiv­a y compasiva. “El anhelo se había colmado. En esos cuatro años aprendí que cuando conectamos con nuestra belleza innata podemos tocar la belleza de los demás. Dios tenía razón: desapareci­ó el personaje y reapareció la vida”.

Y con la vida llegaron las ganas de vivirla en sociedad. La despedida del convento fue una dura noticia para una comunidad tan pequeña. “Abrieron el corazón y celebraron que hubiera encontrado mi senda. Lo que se da en un monasterio es un amor incondicio­nal muy grande. Salí bendecida”. Quintana trabaja para una oenegé de ayuda a la mujer.

INSATISFAC­CIÓN VITAL “Una religiosa me habló de la posibilida­d del monacato temporal y me emocioné” EL PRINCIPIO “Cuesta perderlo todo; sin amigos, imagen, identidad profesiona­l y social... ¿quién eres?” REBELDÍA “Al principio del enclaustra­miento no veía la sabiduría que hay en la obediencia”

 ?? ANA JIMÉNEZ ?? Leire Quintana trabaja actualment­e en Madrid en una organizaci­ón de ayuda a las mujeres como cooperante
ANA JIMÉNEZ Leire Quintana trabaja actualment­e en Madrid en una organizaci­ón de ayuda a las mujeres como cooperante

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain