La Vanguardia (1ª edición)

La soledad real

- Joana Bonet

Joana Bonet reflexiona sobre el denostado papel de la soledad en nuestra sociedad sobreconec­tada: “Durante un tiempo, me despertaba cada madrugada una anciana solitaria con el sueño corto. Hacia las seis de la mañana salía al balcón a regar las plantas mientras canturreab­a melodías marineras. Se las arreglaba bien y encima le ponía empeño y alegría. El día en que se interrumpi­eron sus canciones mañaneras sentí tanta pena como admiración”.

Existe una soledad buena y una soledad mala, igual que ocurre con el colesterol o el estrés. No obstante, la etiqueta de la propia palabra es más sombría y silenciosa que luminosa y alegre. Los niños temen estar solos y, en cambio, los adolescent­es persiguen la soledad como un premio levantando tabiques imaginario­s para ensimismar­se en su cuarto. Siempre he admirado a las mujeres que van solas al cine, tan ajenas a la intemperie, bien acomodadas en su mismidad y sin necesidad de llevar comparsa ni de recurrir al otro como mero animal de compañía. Por el contrario, muchas personas se sienten solas en una casa llena de gente e incluso en las ciudades ensordeced­oras donde tras sus ventanas iluminadas reina un silencio opaco. En la era de la hipercomun­icación, se impone el olvido de una soledad real: por ello se interactúa frenéticam­ente con los demás, a menudo simulando relaciones que en verdad son puro humo.

Sostenía Freud que los humanos estamos atrapados por “las dos grandes necesidade­s: hambre y amor”. Al principio, a nuestros primitivos antepasado­s les mantenía vivos el ansia alimentici­a, y podríamos decir que hoy también, aunque los ruidos de nuestro estómago vacío no tengan que ver sólo con la nevera sino con la insatisfac­ción. Ya sabíamos que las personas que no han logrado hacer brotar la chispa y el roce continuado con una pareja mueren antes. También se dice que son más inestables emocionalm­ente. Desde hace unos años ha empezado a hablarse de la soledad como una epidemia, y ahora el neurocient­ífico de la Universida­d de Chicago John Cacioppo demuestra que puede llegar a aumentar la posibilida­d de muerte prematura en un 26%. Malos hábitos, dejadez, alcoholism­o, depresión…, la mala soledad no discrimina a nadie por razón de edad o estatus: según el INE, en España existe una cuarta parte de hogares unipersona­les. Y 368.400 personas de más de 85 años viven solas. La mayoría en terceros o cuartos pisos sin ascensor. Durante un tiempo, me despertaba cada madrugada una anciana solitaria con el sueño corto. Hacia las seis de la mañana salía al balcón a regar las plantas mientras canturreab­a melodías marineras. Se las arreglaba bien y encima le ponía empeño y alegría. El día en que se interrumpi­eron sus canciones mañaneras sentí tanta pena como admiración, pues había sido capaz de habitar una soledad muy bien iluminada.

Y es que el profesor Cacioppo señala otro punto más novedoso que el consabido lado oscuro de la soledad, que consiste en su papel en la evolución a fin de protegerno­s. “Pensamos que la soledad es un estado aversivo que nos motiva a atender a las conexiones sociales, pero nos ha ayudado a sobrevivir”, mantiene. A pesar de que sean más elevados los riesgos que los beneficios, y del temor social e incluso del desprestig­io que representa, la soledad posee una cara confortabl­e que sobrevuela falsos mitos: un territorio donde recogerse y sentirse a merced de las corrientes mansas.

Un territorio donde recogerse y sentirse a merced de las corrientes mansas

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