Duino, cerca de Trieste
Duino! En este castillo roquero, erguido sobre el mar, pasó medio año Rainer Maria Rilke, el excelso poeta. Bajo la protección de su propietaria, la princesa consorte Marie von Thurn und Taxis, que le llamaba cariñosamente “el doctor Seráfico”, la estancia se produjo entre octubre del 1911 y mayo de 1912, en temporada de frío.
Un día de enero, ventoso, cuando él, solo, interroga al mar desde el belvedere, Rilke parece sentir que la bora, el viento frío que desciende del altiplano, le dicta el primer verso de la primera elegía: “¿Quién, si yo gritara, me oiría de entre los orfeones de los ángeles?...Y suponiendo que uno de ellos repentinamente me tomara en su corazón, yo me fundiría con su más potente existir. Porque lo bello no es más que el inicio de lo terrible, que apenas aún soportamos. Y si lo admiramos tanto es porque él, sereno, desdeña destrozarnos. Todo ángel es terrible”.
Quizá siempre temiendo, y al tiempo anhelando, esta fusión, este vértigo de la disolución de la existencia, el poeta vive, aún más que en la Vida, en el mundo paralelo, imaginario, de la Literatura. En el que borda con palabras contundentes la conciencia de la muerte.
El castillo de Duino es uno de esos lugares “suspendidos sobre el abismo” que tanto le gustaban. ¿De dónde se sentía él, espíritu alado, sino del aire? Nacido en Praga, de habla alemana, en tiempos del imperio austro-húngaro, la vida le resultaba, a la postre, un punzante desarraigo.
Rilke tenía mucho de puro espíritu. “Temía quedarse en el aire” -sabemos por el testimonio de su protectora. Así que si no paró quieto es quizás porque perseguía un tan imposible como definitivo anclaje. La vida le fue un constante arrastrar el cuerpo de un lugar a otro. Sólo entre 1910 y 1914 cambió de lugar de residencia ¡hasta cincuenta veces!
Ultrasensible, mediúmnico, oía voces tal como percibía presencias. Nunca estaba solo: hay que suponerle siempre acompañado de espíritus -angélicos o no- que quizá le entraban a saco, según como desvitalizándolo. Así como ellos, el poeta contemplaba el mundo desde fuera: desde el otro lado del espejo. Desde donde habitan los espíritus, los ángeles y los dioses.
Cansado del mundo como representación, de arrastrar su puro espíritu por la vida manifestada, escribía Rilke a Marie: “Nada comprendo mejor en la vida de los dioses que el momento en que se ocultan. ¿Qué sería un dios sin la nube que lo protege de las miradas, qué sería un dios manoseado? Duino es la nube de mi ser. Irme lejos, lejos, y vivir en retiro”.
Hoy hace un día caluroso, de densas humedades, irrespirable. Estallan los primeros truenos: la tormenta se aproxima. Cuando empieza a llover, fuerte, vamos a encontrar refugio en el mundo subterráneo. Unos cien escalones de hormigón descienden hasta el búnker que el año 1943 los alemanes construyeron bajo la fortaleza. Goteras en la oscuridad de Orfeo y Eurídice... La muerte acecha.
“¿Qué sería un dios sin la nube que lo protege de las miradas, qué sería un dios manoseado?”, decía Rainer Maria Rilke