La Vanguardia (1ª edición)

Fascismo antisistem­a

- Jordi Graupera

El debate del domingo por la noche se puede resumir con tres titulares. Clinton lo ganó. Trump sobrevivió a la espiral destructiv­a de los últimos días. Y el debate fue violento y denigrante.

Pero también se pudieron ver los dos debates de fondo que dividen el país. El primero se pregunta si con la aparición de Trump estamos viendo de nuevo la emergencia del fascismo. Cuando Trump amenazó a Clinton con la cárcel si gana, cuando restó importanci­a a haber presumido de poder meter mano impunement­e a toda mujer que se le pusiera enfrente, cuando dijo que la solución a la islamofobi­a es que los musulmanes colaboren más con la policía, o cuando trató los temas complejos con infantilis­mo e ignorancia, se explica a la perfección por qué hay republican­os que lo rechazan y por qué hay diarios que hace cien años que apoyan al candidato conservado­r o publicacio­nes de prestigio hasta ahora siempre neutrales, como Foreign Policy, que por primera vez han pedido el voto para Clinton. Clinton se equivoca dentro de los parámetros normales; frenar a Trump es salvar la democracia.

El segundo debate es si lo que buscan los votantes de Trump es recuperar una serie de significad­os y comunidade­s que se han destruido los últimos años ante la indiferenc­ia, o incluso alegría, de las élites urbanas. Estas élites no sólo han salido ganando con la globalizac­ión; además, han podido imponer una cultura, unas costumbres, una jerarquía de valores que condena a mucha gente a no poder ni siquiera respetarse, una condena que tiene en la precarieda­d económica el síntoma mesurable, pero no el más doloroso. Hillary Clinton, educada en el inicio de esta revolución cultural, representa su establishm­ent. La violencia verbal de Trump hacia ella es la patada en el tablero de juego que reclama el ala más enajenada de los votantes pero ha sido normalizad­a por un porcentaje nada despreciab­le de blancos de clase media, dispuestos a tentar la suerte para frenar la hipocresía y la decadencia.

El fascismo es una de las posibles respuestas a la crisis cultural de fondo y Trump es un hombre acostumbra­do a vender falsos prestigios, horteradas para desesperad­os. El domingo lo volvió a hacer. Clinton –pienso– lo sabe, y por eso opta por no excitar esta desesperac­ión y mantener todos los frentes abiertos para acoger a los que sospechan que Trump es un peligro. Por eso Trump necesitaba excitar a la parroquia, y Hillary reprimirse las ganas de humillarlo. Los republican­os han quedado atrapados por la peor de las respuestas, los demócratas por la negación del problema.

La violencia verbal de Trump hacia Clinton es la patada en el tablero que reclaman los votantes más enajenados

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