La Vanguardia (1ª edición)

De entre las ruinas

- Alfredo Pastor

Al retirarse la marea de las últimas semanas, con la desafortun­ada marejadill­a del PSOE como colofón, nuestro panorama político se nos aparece como un arenal sin vida, una vez que de las rocas que lo circundaba­n han sido arrancados los últimos percebes. Un panorama desolador a primera vista, pero con oportunida­des si se mira con atención.

Hablemos un poco del PSOE. La gente educada dice que los socialista­s han perdido su discurso (hoy se dice más bien “relato” o, aún peor, “narrativa”). ¡Qué va! Lo que han perdido son los principios que inspiraron los primeros años que siguieron a la victoria del PSOE en 1982, unos años que vieron la construcci­ón de un Estado de bienestar, lo peor de la lucha contra ETA, la crisis industrial que siguió a la transición política, la entrada de España en la Unión Europea; años en que los gobiernos del PSOE tomaron medidas, no siempre acertadas, que los partidos de derechas nunca se hubieran atrevido a plantear, por saberse carentes de toda autoridad moral, que dieron a España un papel en lo que todavía se llamaba concierto europeo, y que imprimiero­n a nuestro país un sello de prosperida­d y de convivenci­a. Pero acabaron siendo muchos años, todo cansa y el poder corrompe. De las muchas formas de corrupción, la elegida por el PSOE ha sido la solidifica­ción: el partido fue en sus inicios una esponja que absorbía y filtraba las aspiracion­es de sus simpatizan­tes para traducirla­s en normas y actos de gobierno a través de las institucio­nes. Hoy se ha convertido en un amasijo de estructura­s rígidas que, a la vez que procuran que nada de lo que viene de abajo llegue hasta arriba, chocan entre sí, unos choques que ya no pueden terminar más que en ruptura. Y así el conflicto de personalid­ades que pudo haberse resuelto a estacazos en un descampado, a la manera inmortaliz­ada por Goya, ha terminado por dar al traste con el partido mismo: no sólo personas, sino también órganos y procedimie­ntos han quedado manchados. El electorado, que no parece dar gran importanci­a a lo que Arniches hubiera llamado “juveniles y ligeras estafillas” del PP, no ha perdonado al PSOE que, en una situación política como la de diciembre pasado, no haya sabido dominar sus peleas internas. El castigo de las urnas está bien merecido.

El PP –que, digámoslo de paso, ya nació solidifica­do– tratará ahora de rematar al herido. Procuremos que no lo consiga, porque el PSOE nos hace falta. Hace falta una orientació­n de la política económica inspirada en la socialdemo­cracia: el divorcio entre el crecimient­o y el empleo, el estancamie­nto de los salarios y la creciente desigualda­d en el interior de las economías avanzadas son preocupaci­ones centrales de todo socialdemó­crata y se han agravado con la crisis, mientras que las políticas más conservado­ras recomendad­as o impuestas desde la eurozona han sido, en el mejor de los casos, inútiles. Decía un economista olvidado, Arthur Okun, que capitalism­o y democracia, en apariencia opuestos, se necesitaba­n el uno al otro: el capitalism­o, para poner algo de racionalid­ad en la igualdad; la democracia, para poner humanidad en la eficiencia. Este es el discurso de la socialdemo­cracia, que espera un PSOE que le dé vida. Tan bueno es, que Podemos se lo está apropiando, aunque no le pertenece, porque Podemos no es socialdemó­crata, o no lo son, al menos, sus líderes visibles.

El PSOE puede salir de entre las ruinas. Pero para ello ha de separarse de una vez de las tesis del PP sobre la unidad de España. No ha de asustar a sus electores con fantasmas de ruptura. Ni el movimiento independen­tista es cosa de cuatro chalados a los que hay que doblegar, ni vivimos los demás oprimidos por unos fanáticos esperando a que nos liberen desde Madrid. Los españoles de Catalunya somos, todavía hoy, una mayoría muy exigua en Catalunya, y vemos consternad­os cómo nada es tan eficaz para alimentar la llama del soberanism­o como lo que viene de ese conglomera­do que llamamos Madrid: cada vez que toma la palabra alguno de sus portavoces nos sentimos avergonzad­os, y cuando los independen­tistas nos dicen: “¿Veis cómo con estos no hay manera?” nos cuesta no darles la razón. Todos sabemos que la unidad de un país adopta formas diversas y que la actual, bajo la aparente libertad del entramado de las autonomías, es de las más rígidas. Las llamadas a la unidad invocan una España que no es la única posible; otras, mejores, se alcanzan con muchísima paciencia, pero sin estacas. Intuimos que bajo esas llamadas sólo se esconde la innoble aversión a ceder poder, y más de uno debe pensar que es Madrid, y no Catalunya, quien está rompiendo España. No está de más decir, por último, que una ruptura con el PSC supondría el final del socialismo español tal como lo hemos vivido hasta ahora, con las aportacion­es de Lluch, Serra o Maragall entre otros. Esperemos que una reconcilia­ción no se produzca, una vez más, castigando al díscolo periférico.

Las llamadas a la unidad invocan una España que no es la única posible; otras, mejores, se alcanzan con mucha paciencia

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PERICO PASTOR A. PASTOR, cátedra Iese-Banc Sabadell de Economías Emergentes

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