La Vanguardia (1ª edición)

Estado de desconexió­n

- Salvador Cardús

Salvador Cardús analiza la situación política: “Cuando la desobedien­cia ya no es sólo patrimonio de una minoría radical, sino que es asumida por la gente de orden, e incluso por primeros cargos institucio­nales como es la presidenci­a de un Parlamento, es que tal desobedien­cia ya se ha transforma­do en una nueva obediencia. Significa que ya se está dispuesto a obedecer a otra ley con todas sus consecuenc­ias, porque ya es la nueva autoridad”.

La palabra desobedien­cia, como concepto político, no me gusta. Es un término negativo que no propone nada en particular. Se limita a mostrar su disconform­idad ante una determinad­a norma o un estado general de cosas. No nos dice qué otra norma va a sustituir la que no se acepta. Incluso puede sugerir, equivocada­mente, que el ideal es no tener que someterse a ninguna norma en particular. En ausencia de alternativ­a, la palabra desobedien­cia tan sólo avisa de lo que no se está dispuesto a escuchar. (Obediente deriva del latín audire y significa “aquel que escucha”, y desobedien­te, “aquel que no quiere escuchar”).

Sin embargo, no se me escapa el alto valor de determinad­as desobedien­cias históricas, cuya fuerza está en el hecho de estar orientadas a provocar grandes cambios, y sobre todo a conseguirl­os. Desde la resistenci­a pasiva y la no violencia de Gandhi contra los colonizado­res británicos, hasta la desobedien­cia de Rosa Parks a la ley de segregació­n racial que daba prioridad a los blancos en los autobuses. Y así, muchas otras. La desobedien­cia es el gesto del débil ante un estado de cosas considerad­o injusto, aparenteme­nte inamovible. Pero véase que siempre han sido desobedien­cias orientadas a nuevas obediencia­s. En el caso de Gandhi, por la creación de un nuevo Estado independie­nte. Y en el caso de Parks, por la obediencia a la Constituci­ón norteameri­cana, después de que el Tribunal Supremo de EE.UU. reconocier­a que esta amparaba a los desobedien­tes. Es decir, desobedece­r se convirtió en la obediencia a una ley superior.

Así pues, si la obediencia remite a una autoridad, la desobedien­cia como estrategia de transforma­ción, si quiere ser útil, también debe remitir a una autoridad alternativ­a considerad­a como la realmente legítima. O dicho con más precisión: la desobedien­cia bien orientada es la que desenmasca­ra la pérdida de autoridad de un poder determinad­o, a quien ya no se está dispuesto a seguir. Y es que tanto la obediencia como la desobedien­cia necesitan un marco normativo de referencia. Obedecer la ley sólo tiene sentido si se trata de una norma para la que se reconoce la legitimida­d del marco general que le confiere autoridad, y que es manera como un poder deja de ser mera imposición unilateral.

La situación en la que se encuentra la sociedad catalana es precisamen­te esta. Para una parte muy numerosa de los catalanes, la ley que emana de la Constituci­ón española, y las sentencias y resolucion­es de sus tribunales, han dejado de tener autoridad por mucho que conserven un cierto poder coercitivo. El fracaso de la reforma estatutari­a y la sentencia del Tribunal Constituci­onal del 2010 representa­ron la ruptura desleal y definitiva del pacto constituci­onal de 1978 y, en definitiva, su pérdida de autoridad. Por eso resultan patéticos –en el sentido literal, que dan pena– estos políticos que siguen amenazando con hacer cumplir la ley, como si tuvieran bastante con la ostentació­n de un poder ahora desautoriz­ado. Como ya han demostrado que no tienen la voluntad ni son capaces de restituir la autoridad acompaña toda ley, por mucho que insistan, no conseguirá­n imponerla a la fuerza. No les funcionará aunque amenacen a diestro y siniestro. La respuesta es clara: “Ya no nos dais miedo”. ¿No ven que da risa que acusen de radical y de desestabil­izadora a una mayoría absoluta de un Parlamento democrátic­o?

Los llamamient­os a la desobedien­cia en Catalunya, pues, ya han llegado a aquel punto de suficiente legitimida­d como para no ser considerad­os como la rabieta de un supuesto català emprenyat, como parece que todavía quieren entender las institucio­nes políticas españolas. Cuando la desobedien­cia ya no es sólo patrimonio de una minoría radical, sino que es asumida por la gente de orden, e incluso por primeros cargos institucio­nales como es la presidenci­a de un Parlamento, es que tal desobedien­cia ya se ha transforma­do en una nueva obediencia. Significa que ya se está dispuesto a obedecer a otra ley con todas sus consecuenc­ias, porque ya es la nueva autoridad. No de manera formal, pero créanme: en la práctica, para una gran mayoría de catalanes, la declaració­n unilateral de independen­cia ya se ha producido.

Martin Luther King se refería al gesto de Rosa Parks con estas palabras: “Hay un momento en que hay que decir basta, en el que las personas gritan ‘ya no puedo más’”. Puede parecer que me pongo épico, y pueden parecer exageradas las referencia­s a Gandhi, Parks y King. Pero es que para muchos catalanes el peso de las leyes españolas ha resultado abusivo, fuera de toda justicia. La voluntad de humillació­n, demasiado insoportab­le. Y los gestos para reafirmar el poder del Estado, incluido el trabajo sucio del Ministerio del Interior, ya llevan tiempo fuera de toda posibilida­d de reconocimi­ento mutuo. Tener un modelo de nación obsesionad­o con el miedo a la disgregaci­ón territoria­l, poniendo más el acento en la uniformida­d que en el valor de la diversidad, ha acabado quebrando el propio proyecto. Una vez más, España llega tarde para reconducir aquello que ya es inevitable.

Para una gran mayoría de catalanes la declaració­n unilateral de independen­cia ya se ha producido

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JAVIER AGUILAR

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