La Vanguardia (1ª edición)

El fardo de Hillary

- Joana Bonet

Me pregunto qué debe de quedar de aquella joven con gafas de cristal grueso a quien el pastor de su iglesia llevó a escuchar el más célebre discurso de Martin Luther King jr.: I have a dream. De la niña que se crió en un suburbio de clase media de Chicago, donde su padre, un veterano de la Segunda Guerra Mundial, salió adelante estampando telas y su madre, marcada por la precarieda­d, la instruyó en la primera lección política: educación, educación y educación. Algún poso quedará de la militante republican­a que se definía poco después como “una mente conservado­ra con un corazón liberal”, hasta que el corazón le estalló y se hizo activista pro derechos civiles y en contra de la guerra de Vietnam. La Hillary rubia de media melena que, ya en campaña con y por su marido, cambió drásticame­nte el papel de la esposa de un candidato así como la proyección pública de una mujer. Fueron la pareja de los noventa, practicaba­n el soft power, audaces y preparados, ejemplares hasta aquel episodio de la pobre becaria en el que todos los fantasmas que planean sobre la vida privada y la vida pública vomitaron en los platós. Hillary humillada. Hillary perdonando, ganando peso y canas. Hillarycar­e, como bautizaron sus enemigos “su” propuesta de reforma del Sistema Nacional de Salud, que, pese a no prosperar, inspiraría a Obama en la suya. Tenaz e infatigabl­e, hoy está a un paso de ser la primera mujer presidenta de EE.UU. Pero nunca han gustado las mujeres mandonas. No es probable, sino una evidencia, que de haber sido Donald Trump una mujer ya la habrían tumbado e incluso escupido. Sólo hace falta recordar los patinazos de aquella Sarah Palin a la que ridiculiza­ron con sus ínfulas de doberman wasp.

A Hillary Clinton se la acusa de estar “sobreprepa­rada”, de representa­r al pudiente establishm­ent, de ser demasiado vieja, de tener achaques –cuando el historial médico de la Casa Blanca va de la depresión de Lincoln a la bipolarida­d de Roosevelt, pasando por la enfermedad de Addison de Kennedy o el principio de alzheimer de Reagan–. También la critican por llevar bótox y resultar demasiado coqueta, cuando, igual que Merkel, viste con pseudounif­ormes. Hipocresía y misoginia han protagoniz­ado esta campaña en la que Trump no ha dejado de lanzar dardos contra el fardo más pesado de Hillary: su marido. Allí está él, impávido, más flaco, a cuatro pasos de las camareras o azafatas que Trump invita a los debates apuntando a la bragueta. ¿Acaso no hay acto de machismo más cínico que el de agredirla mediante las correrías de su esposo? Pero Trump es un hombre hinchado de rabia cuyo relato está edificado sobre una inmensa fortuna de acciones, casinos y concursos de Miss Mundo, y que en su trasnochad­o delirio cree que en verdad compite contra Clinton, Bill.

En su trasnochad­o delirio, Trump cree que en verdad compite contra Bill Clinton

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