No tocar nada
John Pawson, apóstol del minimalismo y encargado de convertir el viejo búnker berlinés en museo, afirma que en este caso de lo que se trataba era de “no tocar nada”. Se comprende: este edificio sin ventanas, con muros y techos de hasta 3,5 metros de grosor, con columnas de hormigón reforzado de 1,30 metros de ancho, tiene una presencia imponente y misteriosa. Pawson dice que le recuerda a un monasterio, con su columnata como un bosque alineado.
Hubo, por supuesto, reformas, relacionadas con las instalaciones, la humedad o la seguridad. Y se ha construido un cajón de vidrio central para la ceremonia del incienso, revestido de espejos que multiplican un espacio ya de por sí considerable (6.500 metros cuadrados, en dos plantas).
Pero, por lo demás, esta intervención que realza el tono estructural del edificio es un ejemplo de contención y respeto a lo preexistente; de reaprovechamiento de lo que fue el búnker donde los nazis centralizaron los sistemas de comunicaciones y de su transformación en nueva casa del arte, que no es ya la habitual serie de cubos blancos, sino un espacio de fuertísima personalidad.
La apuesta por lo ya construido tiene aquí, además, otro sentido: es lo más razonable. Demoler un edificio tan robusto, a prueba de bombas, hubiera equivalido a desaprovechar su potencial y enterrar un dineral en derribos.